Aunque Quim Torra no queme personalmente contenedores o ejemplares de la Constitución, es un catalibán mayúsculo, es decir, alguien obsesionado con borrar todo rastro de españolidad en Cataluña. Dentro de unas décadas, su presidencia al frente del Govern no será recordada por nadie, excepto por aquellos historiadores del arte, nacionalistas, que le atribuirán el mérito de haber “liberado” el Saló de Sant Jordi, la estancia más noble del Palau de la Generalitat, del “arte rancio” que lo había convertido durante casi un siglo en “un lugar inhóspito y hasta lúgubre”, en palabras de la exultante crónica periodística de Maria Palau de hace unos días en El Punt Avui. Se trata de las enormes pinturas murales que decoran desde 1926 ese espacio, encargadas bajo la dictadura de Primo de Rivera, y cuyo contenido iconográfico horroriza al independentismo. No por su exaltación católica o el belicismo que exhibe contra el islam o el invasor francés, sino porque son una lectura de la historia de Cataluña ligada a la de España. Son medio centenar de pinturas “españolistas” que “profanan” el lugar más importante donde se desarrollan las celebraciones culturales, cívicas y políticas del nacionalismo en el poder.

Para Torra, cuya obsesión por una historia militante quedó patente cuando fue director del Born con motivo del Tricentenario, debe ser insufrible presidir ceremonias bajo una representación de la batalla de las Navas de Tolosa como empresa común de los reinos peninsulares, u observar una visión no enfrentada al tópico catalanista romántico sobre el Compromiso de Caspe, o tener que soportar una exaltación del matrimonio providencial de los Reyes Católicos. Los demonios se le deben comer al ver la alusión a Barcelona en la génesis del imperio español en América, el recibimiento de Cristóbal Colón o la reunión de la orden del Toisón de Oro en la catedral de Barcelona. La pesadilla sigue con Lepanto u otro episodios bélicos de exaltación patriótica española como la batalla del Bruc en la guerra de la independencia. Todas esas pinturas son representaciones llamativas y están ejecutadas con un gran oficio pictórico, aunque estéticamente hoy no sean de nuestro agrado, porque nos parecen cromos históricos. Ahora bien, si esos mismos murales, que ahora son anacrónicos y tronados, fueran de frenesí acalorado de una epopeya catalana con todos los mitos de la historia nacionalista, empezando por Guifré el Pelós hasta el milenario de Montserrat y la coronación de la virgen como patrona de Cataluña, a nadie se le ocurriría retirarlos. La indulgencia sería máxima, porque son indisociables de la arquitectura para la que fueron realizadas. Fuera del Palau perderían todo el sentido.

Porque la pregunta que todavía nadie ha respondido, tampoco la comisión de expertos que ha legitimado obedientemente una decisión de catalibanismo ideológico, es a cambio de qué se retiran esos murales. ¿Qué se pondrá en su lugar? Las pinturas novecentistas de Joaquín Torres-García que Enric Prat de la Riba encargó en 1912 para decorar el Saló Sant Jordi no van a volver, porque solo ocuparían una cuarta parte de las paredes. Quedaron incompletas, porque a su sucesor en el cargo de presidente de la Mancomunitat, Josep Puig i Cadafalch, no le gustaban y las mandó tapar con unas cortinas. No fue la dictadura de Primo de Rivera quien ocultó primero las hoy tan admiradas neoclásicas de Torres-García. En los años 70, bajo la presidencia de Juan Antonio Samaranch al frente de la Diputación de Barcelona, se recuperaron, y se exhiben ahora mismo en otra sala del Palau de la Generalitat, pero de una forma que, según esos mismos especialistas, impide su correcta lectura. Su destino final, pues, es el MNAC, para el disfrute de todos, lo cual es un acierto. Por tanto, una vez se arranquen esos murales “españolistas”, en su lugar no se repondrá a Torres-García, y tampoco es probable que aparezcan las pinturas primigenias del siglo XVII, de las que no se sabe nada, porque fueron destruidas en posteriores avatares. Será la ocasión de oro para que el nacionalismo catalibán encargue otros temas artísticos con los que consagrar su triunfo ideológico.