Desde que el hombre dejó de ocuparse sólo para subsistir y comenzó a complicarse la vida, el trabajo ha sido parte sustancial de nuestras vidas. Durante siglos el trabajo quedaba reservado a la clase baja que poco a poco fue ganando derechos y dignidad. La salida del mundo laboral de los niños o la jornada de ocho horas son elementos que hoy consideramos más que normales, pero que si lo vemos con perspectiva histórica pasaron ayer. El 1 de mayo de 1886, sábado, tuvo lugar en Chicago la huelga, los disturbios y la pérdida de vidas humanas que dieron origen a la festividad recientemente celebrada. En España, la huelga en Barcelona de la Canadiense en 1919 acabó por hacer de España el primer país del mundo que regulaba por ley la jornada de ocho horas. De eso “sólo” hace 100 años.

Hasta la fecha vivimos con paradigmas evolucionados que nacieron a comienzos del XX cuando no en la segunda mitad del siglo XIX, consecuencia de la revolución industrial. Pero hoy la realidad es muy diferente. Ya no solo hay ricos y pobres, la clase media es la dominante en nuestra sociedad occidental no tanto por reivindicación obrera sino por entender que los avances tecnológicos facilitaban tanto la producción que había que crear nuevos consumidores. El consumo, cuando no consumismo, ha sido motor de crecimiento en todas las economías que hoy conocemos como desarrolladas, pero puede que estemos tocando techo.

Los cierres de negocios implantados como medida de contención de la pandemia han dejado patente lo frágil de nuestro sistema económico. Si no hay gasto, si no hay ocio, nuestra economía gripa. Todos vivimos de todos y la economía necesita empresarios, ingenieros y operarios en las fábricas, pero también monitores de gimnasia, repartidores y camareros. Y el parón de esta rueda en la que todos con menor o mayor fortuna estamos inmersos nos muestra contradicciones y, sobre todo, preguntas sin resolver.

Ese futuro digital que nos contaban como parte de un futuro algo distópico se ha plantado en nuestras vidas sin darnos cuenta. Compramos, gestionamos nuestro ahorro, vemos películas, realizamos trámites administrativos,… todo sin movernos de casa. Y cambiando, aunque sea de manera forzada, nuestros hábitos de vida y consumo estamos haciendo que comercios, bares, sucursales bancarias, cines, y tantos otros negocios que cerraron temporalmente no vuelvan a abrir. Muchos de los ERTE que han servido para anestesiar el mercado laboral se van a convertir en ERE.

El exceso de trabajadores no es homogéneo, es cierto, pero son muchas las empresas y sectores que en los próximos meses, y años, irán reduciendo su masa laboral porque, de momento, la digitalización crea menos empleos que destruye y, además, las capacidades necesarias para los nuevos empleos son muy diferentes de las de los trabajadores que pierden su empleo.

Ante un problema estructural cabe un conjunto de soluciones imaginativas, porque no hay una única receta. Estamos abocados a asumir una renta mínima vital si no queremos que la brecha social se convierta en un abismo, de igual modo que las administraciones tendrán que asumir un papel de empleador en funciones necesarias pero difícilmente cubiertas por su escaso retorno económico. Pero renta mínima vital, oferta de empleo público y subsidios tienen que ser las últimas herramientas finales, cuando todo lo demás fracase.

Las empresas están en su derecho de cerrar centros productivos, sin duda, pero deben asumir un papel activo en la búsqueda de alternativas y las administraciones las deben acompañar. Por poner un cartelito en una fábrica que avisa de su cierre no van a venir legiones de inversores. En todo expediente de cierre de un centro productivo que implique el despido de cientos de trabajadores debe contemplarse una partida concreta para realizar un proceso profesional de búsqueda de alternativas. Puede que Nissan sea ejemplo de cómo no hacerlo, solo con buena voluntad. Ni empresa ni administraciones han dispuesto de fondos para organizar una búsqueda profesional de inversores más allá de escuchar ofertas, algunas bienintencionadas y otras nacidas solo pensando en posibles subvenciones, y lo más probable es que transcurridos los meses de prórroga del cierre veamos cómo no se logrará ocupar al grueso de la plantilla, algo que los sindicatos ya empiezan a temerse.

Los ERE que vemos anunciados en las grandes corporaciones seguirán porque cada vez hace falta menos trabajadores para hacer lo mismo. La digitalización evita duplicidades e ineficiencias y permite el autoservicio de los clientes mientras la robotización permite reducir cuando no eliminar los trabajos penosos o repetitivos. Todo esto es maravilloso, pero su efecto colateral es menos trabajo. Y la pregunta es qué hacemos con las personas que sobran. Pagarles 30 ó 50 días por año trabajado puede resolver sus necesidades vitales, especialmente a quienes les pilla cerca de la jubilación, pero cuando se cierre un ERE en una gran empresa se comenzará a gestar el siguiente porque cada vez se necesitan menos personas para hacer lo mismo, con o sin estímulo externo.

Vamos camino de una sociedad muy estratificada, con unos empresarios y accionistas cada vez más solventes, una élite con puestos sofisticados, un grupo de población relegado a trabajos muy manuales y de poco valor añadido y un grupo creciente de personas empleadas por las administraciones o que vivirán de un subsidio o renta mínima vital. El trabajo de calidad poco a poco será un lujo reservado a quienes puedan tener una formación técnica especializada. Cuanto antes lo reconozcamos antes podremos implantar medidas inteligentes acordes a este presente.

Es tiempo de repensar las jornadas de ocho horas o las semanas laborales de cinco días, de concebir calendarios flexibles, de provisionar pagas de salida para facilitar la movilidad entre empresas, en definitiva de repensar las bases de las relaciones laborales o vamos de cabeza a modelos tipo Amazon, Uber o Glovo con accionistas que son o se harán millonarios, una élite de trabajadores muy sofisticados y un grupo de repartidores, conductores o riders mal pagados y con contratos eventuales cuando no en fraude de ley, todo ello arrinconando negocios tradicionales hasta su cierre y lo que harán necesarios más subsidios cuando no desarrollar una importante oferta pública de empleo si queremos evitar la implantación de una renta mínima vital casi generalizada.