Un buen número de personas de edad avanzada viven con asombro los movimientos de la banca en los tiempos más recientes. Que de repente sean avisados de que los saldos de sus ahorros de toda la vida no solo dejan de tener retribución, sino que deberán pagar por ellos si no cambian de producto financiero genera una sorpresa a medio camino entre la indignación y la incredulidad. Que tantas personas acostumbradas a actualizar sus libretas de forma periódica hayan pasado de la ventanilla al cajero automático (no sin dificultades de adaptación) y ahora, según las entidades u oficinas, se les prive de ese servicio, conmociona a parte importante de los usuarios. Por no hablar de los comerciantes a los que sus bancarios les imponen dificultades con las recaudaciones de efectivo, los recibos, el cambio u otros servicios vinculados, todos ellos intentando reciclarse a marchas forzadas hacia la banca electrónica.
Hace bastante más de una década que un servidor no pisa una oficina de banca para hacer una gestión personal. Las entidades se han preparado para prestar un servicio completo a distancia. En los últimos tiempos se ha intentado humanizar el trato por la vía de los asesores o gestores personales, que por teléfono o por internet intentan prescribir servicios, inversiones, planes de pensiones… Para varias generaciones de ciudadanos el último contacto con su banco sucedió el día en el que abrieron su cuenta y se llevaron la documentación. Es ya una realidad la convivencia de esos clientes con otra generación que acude de manera presencial a las sucursales para pagar recibos, preguntar por algún cargo o negociar el cobro de comisiones y servicios.
La banca vive un proceso de transformación digital similar al de otros sectores productivos. Cuántos establecimientos han salvado su existencia gracias a la adaptación rápida al comercio electrónico; cuántos profesionales trabajan a distancia de sus clientes sin mayor dificultad; cuántos medios de comunicación no saben qué hacer con sus ruinosas ediciones de papel; cuántos restaurantes se han reciclado hacia el take away; cuántos comerciales de todos los sectores de actividad han dejado de viajar visitando a clientes y distribuidores gracias a las nuevas tecnologías; es el resultado de un cambio de paradigma imparable que no se produce de la noche a la mañana y que mientras aterriza plantea problemas serios de adaptación de las empresas, los clientes y los usuarios. Acelerado todo, además, por el Covid.
En ese marco la banca intenta adecuarse. Circula en la buena dirección, pero a ritmo diésel: Caixabank ha absorbido Bankia a principios de este año en una operación vestida de fusión para no herir sensibilidades. Poco antes se abortó la absorción del Sabadell por el BBVA por desacuerdo en el precio. Ya no quedan apenas cajas de ahorros y, más allá del singular modelo vasco, los políticos han desaparecido de la gestión de las finanzas que desempeñaron durante décadas. La posibilidad de elección del usuario, la competencia efectiva, ha disminuido en España. Con lentitud, la foto del mercado está cada vez más cercana a cómo será al final de este primer cuarto del siglo XXI. Las concentraciones bancarias tienen la virtud de construir entidades con dimensión, más competitivas en el entorno europeo y de superior eficiencia para sus accionistas (no siempre malvados capitalistas con puro y chistera; a menudo pequeños ahorradores).
La banca española está regulada por el Banco Central Europeo. Allí se decide el tipo de interés del dinero y las políticas de riesgo del sector. Determinan, por ejemplo, si la diferencia entre captar ahorro y prestarlo, lo que se conoce como margen financiero, es negocio o no. Las consultas no se resuelven en Madrid, se despachan en Fráncfort. Y así pasa con todos los socios comunitarios. La banca francesa es la de mayor tamaño de la UE si se mide por los activos que gestiona. Le sigue la británica, casi la mitad que la gala; la alemana; la española; y la italiana en ese orden. La francesa gestiona activos que suponen el 14,7% de toda la riqueza del país. En el caso español el porcentaje se reduce al 7,6% del PIB. En la comparación hay otro dato interesante: la calidad de los créditos en España tampoco es buena si se compara con sus socios europeos. Solo Italia y Portugal están peor, pero el resto de socios dispone de calificaciones crediticias mejores. Es decir, pese a todas las reconversiones del sector desde los 80, España aún no tiene en términos de volumen una banca como la francesa, holandesa o alemana.
Los populistas se han llevado las manos a la cabeza con el proceso de transformación de la banca. Caixabank negociará un ERE que supone prescindir de 8.300 empleados. Es el tercer ajuste de plantilla de la historia española, por detrás de Telefónica y Seat. El banco que preside José Ignacio Goirigolzarri pretende acortar su plantilla global el 18,7%, pero lo que es más significativo es que la red se reducirá en 1.534 oficinas, el 27,2% del total. Esa diferencia de proporción pone de relieve la apuesta clara por un modelo de banca menos presencial. BBVA ha aprovechado el ruido de su competidor para anunciar que le sobran 3.800 trabajadores y 530 oficinas. Pasa lo mismo con El Corte Inglés, el gigante español del comercio, que también planteó una drástica reducción de su contingente laboral. Unos y otros están afectados por los nuevos paradigmas del consumo, sea financiero o de cualquier otra índole. Las estructuras que daban servicio al cobro del recibo, del talón, a la actualización de la libreta han dejado de tener sentido. Para afrontar los nuevos usos y costumbres, los bancarios se transformaron hace unos años en vendedores de seguros, coches, televisores, smartphones o alarmas más que de hipotecas, préstamos o productos de inversión. Y lo hicieron aprovechando unas redes de agencias muy capilares en el territorio. Fue una adaptación temporal que hoy ya es menos útil.
Nadia Calviño, la vicepresidenta del Gobierno encargada de la economía y la transformación digital, se ha permitido aprovechar estos anuncios de la banca para hacer un salto de pértiga sobre su natural ponderación. Ha criticado los recortes y se ha clavado en la yugular de los altos directivos del sector bancario a propósito de los ajustes y de sus retribuciones. Parece haber olvidado que las reducciones de personal de la banca siempre han sido las más baratas para el Estado de todas las realizadas en diferentes sectores. Que unos fuertes sindicatos en ese sector garantizarán unas excelentes condiciones de salida para los empleados afectados, como ha sido habitual en otros procesos. Ha sorprendido que su inopinado populismo haya puesto por delante la crítica al sector a la solución posible. Ella debería ayudar a los españoles a realizar la transición digital de aquellas actividades en las que la tecnología ha supuesto una modificación completa de su morfología. La banca, el comercio, los servicios… no serán dentro de 10 años ni parecidos a como se conocen hoy. En el tránsito se perderá un volumen de empleo que nacerá y se desarrollará en otros ámbitos.
Quizá la preocupación de un Gobierno razonable y sensato fuera garantizar que los ajustes tengan en cuenta la meritocracia y eviten métodos arbitrarios. De la misma manera haría más honor a su razón de ser si velara por que los nuevos empleos nacidos del cambio digital no sean un modelo de precariedad. Es inevitable que El Corte Inglés necesite menos personal en estos tiempos, como la banca, pero lo que debería hacer un Ejecutivo serio y alejado del ruido fatuo de la politiquería sería garantizar que no sustituimos a un vendedor de planta por un rider mal pagado y sin derechos de Glovo. Ahí está realmente el reto de quienes tienen responsabilidades sobre la economía del país. Es una pérdida de recursos y energía plantear este debate en modo populista. No tiene sentido poner puertas al campo de las empresas, esas comunidades de interés entre trabajadores y propietarios, que acaban generando riqueza colectiva.