En Cataluña llevamos ya muchos, sin duda alguna demasiados años --como mínimo diez-- encerrados permanentemente en el interminable y cansino bucle del “procés”. Desde que el entonces presidente de la Generalitat Artur Mas decidió echarse al monte, dejar de apoyarse en el Parlamento de Cataluña en el PP y al mismo tiempo dejar de apoyar a los gobiernos del PP en las Cortes, y tras fracasar rotundamente en su intento de lograr una cómoda mayoría que le permitiera gestionar la gobernación de Cataluña desde posiciones neoliberales extremas, optó por una alianza con ERC y se dispuso a iniciar un sorprendente viaje a Ítaca cuyo objetivo final era la consecución de la independencia de Cataluña.
La apuesta independentista de Artur Mas encontró un excelente punto de apoyo en la cerrazón política del PP presidido por Mariano Rajoy. Primero en la oposición, torpedeando de un modo torticero un nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña ya aprobado por las Cortes Generales y refrendado luego por la ciudadanía catalana, y más tarde también desde el Gobierno, sin atender a ni tan siquiera a demandas elementales que eran y siguen siendo compartidas por una amplia mayoría de la sociedad catalana. Que Cataluña sea la única comunidad autónoma española que se rige según un texto estatutario que no ha sido refrendado por sus ciudadanos no es responsabilidad de Mas ni del movimiento independentista, sino del PP y de manera muy especial de Mariano Rajoy.
Mas no había sido nunca independentista, como no lo había sido Jordi Pujol ni tampoco lo había sido CiU, ni tan siquiera CDC. Cada vez parece más evidente que aquella huida hacia adelante de Artur Mas, y con él de CDC y de CiU, respondió a un doble motivo: las protestas cada vez más transversales y masivas de los sectores sociales más directamente afectados por los graves y drásticos recortes presupuestarios en sanidad, educación y otras prestaciones sociales básicas en un Estado de bienestar, así como intentar ocultar la cascada incesante de escándalos de corrupción y financiación irregular de su partido --el célebre 3%, el caso Millet y otros muchos más, con un punto de explosión espectacular motivado por el gran escándalo provocado el caso Pujol.
Es oportuno recordar ahora quién fue el responsable principal de aquella huida hacia adelante, porque Artur Mas quizá intente un regreso a la primera línea de la política activa, una vez finalice su breve período de inhabilitación para el ejercicio de cualquier cargo público. Porque fue también Mas quien, con el mismo cinismo con que había utilizado como señuelo un proceso de transición nacional que debía conducirnos a la constitución de una República catalana idílica y utópica. Y porque también fue Mas quien, devorado por el monstruo que él mismo había creado, fue obligado por las CUP a dejar paso a un sucesor, que no fue otro que un convergente que desde siempre se había proclamado independentista, el poco menos que desconocido Carles Puigdemont, alcalde de Girona y diputado autonómico.
Mientras los gobiernos del PP presididos por Mariano Rajoy seguían practicando la táctica del avestruz, confiando en que el reto planteado por el secesionismo catalán se disiparía y acabaría en nada, en Cataluña pasamos del cinismo político de Artur Mas al fanatismo de Carles Puigdemont. La escalada verbal de quienes se consideraban legitimados por un supuesto mandato popular surgido de una primera consulta ciudadana, ilegal y sin ningún tipo de control, marcó el paso hacia la vía unilateral. Una vía condenada de antemano al fracaso, sin ni tan siquiera una mayoría de votos a favor de la independencia y sin ninguna clase de reconocimiento por parte de la comunidad internacional.
La situación se desbordó en otoño de 2017, con la decisión de la mayoría de votos independentista del Parlamento de Cataluña de abolir la Constitución y el Estatuto de Autonomía, la promulgación de unas leyes de transición nacional, la celebración de un referéndum de autodeterminación y, por último, la efímera proclamación de la independencia de Cataluña en forma de República. Nada le importó a Puigdemont, ni a ninguno de sus socios, que todo aquello no fuese más que un brindis al sol, falto de todo rigor jurídico, manifiestamente ilegal y, por consiguiente, condenado al fracaso. De nuevo contaron con la inapreciable colaboración del Gobierno del PP, con aquella desproporcionada acción policial contra los votantes el 1-O. Y luego, previo paso por la aplicación del artículo 155 de la Constitución, la huida al extranjero de Puigdemont y otros miembros de su gobierno y de la detención de los restantes, la ratificación de la mayoría parlamentaria separatista --en escaños, que no en sufragios--, vino la elección inesperada de Quim Torra como nuevo presidente de la Generalitat.
Del cinismo de Mas habíamos pasado al fanatismo de Puigdemont. Con Torra llegó el puro y simple “frikkismo”. Aunque el socialista Pedro Sánchez hubiese sustituido a Mariano Rajoy en la Moncloa y ofreciese un diálogo político abierto desde la mutua lealtad institucional, el entendimiento se reveló casi del todo imposible. No facilitó este deseable entendimiento la dura sentencia dictada por el Tribunal Supremo contra los principales dirigentes políticos y sociales del movimiento independentista. Por si faltaba algo que acabase por complicar aún más las cosas, la actual pandemia del coronavirus ha hecho aparecer con toda su tremenda carga de irracionalidad las actitudes más radicales del sector hiperventilado del secesionismo catalán, con su odio y su rabia contra todo lo que pueda tener alguna relación con España.
Mientras el Covid-19 sigue contagiando y provocando la muerte a gran número de catalanes, desde el mismo Gobierno de la Generalitat se pretende actuar no ya en solitario en la lucha contra esta pandemia, sino que se hace rechazando la colaboración del Estado, y muy en concreto de los eficaces servicios de la Unidad Militar de Emergencia (UME). Resulta escandaloso constatar que desde los departamentos de Salud y de Interior de la Generalitat se intenta impedir muchas actuaciones de la UME solicitadas por gran número de ayuntamientos catalanes, incluso por parte de algunos municipios gobernados por grupos independentistas, como ha sucedido ya, entre otras ciudades, en Igualada y en Sant Cugat del Vallès. En otros casos, como ha sucedido en Sabadell, Salud se quejó de la apariencia “demasiado militar” del hospital de campaña que la UME estaba ya instalando en la ciudad.
Si no se produjese en una situación tan dramática como la actual, con tantos y tantos enfermos, y por desgracia también con tantos y tantos muertos, mucho de lo dicho y hecho durante estas últimas semanas por parte del Gobierno de la Generalitat merecería entrar en una antología del disparate. Es una muestra muy clara del “frikkismo” de Quim Torra, el aún presidente de la Generalitat En un momento tan trascendental como el actual, que por encima de cualquier diferencia ideológica, política o social lo que realmente importa es la lealtad y la colaboración, resulta que Quim Torra, y al parecer también algunos de sus seguidores más radicales, prefieren morir que ser considerados españoles, o al menos que sobrevivir gracias a la colaboración y ayuda del siempre tan denostado Estado español.
Lo grave es que pretendan que el conjunto de los ciudadanos de Cataluña les sigamos en esta especie de extraño suicidio colectivo. Aunque, por suerte, después de tantos días, incluso de semanas, de poner toda clase de obstáculos para que los efectivos de la UME desplazados a Cataluña pudieran realizar sus tareas de desinfección de residencias geriátricas y también de instalación de hospitales de campaña, finalmente el mismísimo presidente de la Generalitat y todo el Gobierno de la Generalitat parecen haber rectificado. Afortunadamente, los ciudadanos de Cataluña, como todos los del resto de España, podremos sobrevivir al Covid-19. Aunque sea contando también con la colaboración de la UME.