Llevo dos semanas comiendo setas sin parar. Todo empezó con una pasta con rovellons que me preparó una amiga en su casa del Pirineo, después de que su marido regresara de la montaña con una cesa llena de esta seta de pie corto tan valorada en Cataluña. Su objetivo era encontrar ceps (nunca he llamado a una seta por su nombre en castellano, lo siento), pero resulta que en aquel sitio donde “unos amigos de una amiga de mi suegra” le habían dicho que encontraría, no había ni uno. “Seguro que me han engañado”, se quejó.

Al día siguiente lo volvió a intentar, esta vez en compañía de sus hijos. Mientras subían cuesta arriba, se cruzaron con una pareja de boletaires que bajaban con dos cestos enormes de poliéster --de esos que se usan para la ropa sucia-- llenos hasta arriba de ceps.  “¿Uau, los podemos fotografiar?”, exclamaron sus hijos, sacando los móviles. A los boletaires no les hizo mucha gracia que los fotografiaran. Y, por supuesto, no les dieron ninguna pista concreta sobre dónde habían encontrado todos esos ceps.

Ese día, pues, la familia de mi amiga se quedó sin comer setas (habían pensado hacer croquetas de ceps), pero yo, que ya estaba de regreso en el Maresme, tuve más suerte, ya que mi padre había preparado un fabuloso rissotto de gambas y ceps.

En nuestra familia, la temporada de setas es sagrada, aunque somos más de ir al mercado y pagar lo que haga falta para conseguir medio kilo de ceps, camagrocs o ous de reig, “Amanita cesarea”, la más bonita de todas, con su elegante sombrero naranja y su interior amarillo dorado. Los ous de reig llevan varios días protagonizando unos deliciosos huevos revueltos que mi padre prepara al baño maría, y que prácticamente se deshacen en la boca.

Más allá de su valor gastronómico y nostálgico --en otoño me acuerdo de mi abuela apuntando con su bastón una trompeta de la mort escondida bajo una encina, de los restaurantes de Berlín anunciando suculentos platos con Pfifferlinge (rossinyols), de la alegría que sentí al encontrar mi primer (y único, por el momento) cep en un bosque del valle de Benasque con mi amiga Marta, de los boles de una espesa y misteriosa mushroom soup que me tomaba en la universidad de Londres para entrar en calor)-- resulta que las setas y hongos tienen un papel fundamental para preservar el ecosistema del planeta.

“Si acabásemos con todos los hongos micológicos del planeta, morirían todos los árboles”, alerta en The Washington Post Thomas Roehl, biólogo estadounidense experto en hongos y autor del blog Fungus Fact Friday.

Roehl figuraba entre los científicos que han participado este verano en una exploración por el Himalaya para investigar cómo el cambio climático está afectando a hongos y setas de la región del  Everest, una de las menos estudiadas en términos micológicos.

La exploración sirvió para identificar cerca de 150 especies de setas diferentes y estudiar cómo éstas pueden ayudar a mejorar el estudio del cambio climático en una región que se calienta de 0.3 a  0.7 grados más rápido que el resto del mundo a medida que se funden las capas de hielo. Además de ser la base nutriente esencial para árboles y plantas, y también para la población autóctona en las épocas de frío, se cree que el crecimiento de hongos está relacionado con el nivel de las nevadas anuales, mientras que los líquenes son indicativos del derretimiento de los glaciares. Según un informe de 2019 del Centro Internacional para el Desarrollo Integrado de las Montañas, organismo formado por ocho países de la región del Himalaya con el objetivo de garantizar un mejor futuro para la población y el medio ambiente de la zona, se espera que al menos un tercio de los glaciares y posiblemente dos tercios de ellos desaparezcan para fines de siglo. Entender cómo las setas reaccionan al cambio climático en el Himalaya puede ayudarnos a buscar soluciones, pero llevará tiempo documentarlas a todas.