El Gobierno de Pedro Sánchez acentúa su talante intervencionista a marchas forzadas. Su hazaña más reciente consiste en arrogarse la potestad de aprobar o rechazar las inversiones extranjeras en España hasta el verano próximo.

Así lo dispone un Real Decreto inserto en el BOE la semana pasada. Se trata de la segunda medida represora adoptada por el ejecutivo en los ocho meses últimos, con el común pretexto del coronavirus. Su texto intensifica y prolonga el control administrativo fijado para los dineros que entran por nuestras fronteras con el propósito de adquirir empresas o tomar participaciones en ellas.

En marzo de este año, a raíz del estallido de la pandemia, Sánchez se sacó de la manga el primer decreto de la tanda. Arguyó que la situación sanitaria excepcional podía afectar a las tasaciones y provocar su caída a precios de derribo. En consecuencia, dijo sentirse obligado a blindar las compañías hispanas frente a las asechanzas de entidades ajenas a la UE.

Dicho y hecho, el presidente promulgó una regulación protectora. En ella puso buen cuidado en reservarse para sí mismo la prerrogativa de bloquear el advenimiento de los caudales exteriores que estime indeseables.

Según la flamante reglamentación, los fondos internacionales que pretendan comprar el 10% o más de una sociedad sita en la península, habrán de someterse a la previa autorización del consejo de ministros.

Para conseguirla, los interesados deben cumplimentar un cuestionario de nada menos que treinta extremos muy prolijos. Conciernen a la composición de su propio cuerpo accionarial y de sus equipos directivos, a las licencias y concesiones de que ya disponen por el ancho mundo, a los acuerdos suscritos en otros países, a las previsiones presentes y futuras de actuación en la piel de toro, etc.

En resumen, las entidades ultramarinas que aspiren a adquirir títulos de una firma española, deberán realizar un auténtico estriptís ante los funcionarios locales.

El ámbito de los decretos de marras no puede ser más extenso ni trascendente. Abarca las llamadas infraestructuras críticas, entendiendo por tales las finanzas, la sanidad, la energía, la defensa y los medios de comunicación, entre otros sectores.

Ahora, Pedro Sánchez ha propinado otra vuelta de tuerca al cuadro normativo. No solo refuerza todavía más las injerencias burocráticas ya establecidas, sino que extiende hasta junio de 2021 la necesidad de permiso para cualquier trasiego financiero que se plantee. Más grave aún: amplía el posible veto a todos los grupos foráneos, ¡incluidos los residentes en la Unión Europea! Ya se verá qué opinan al respecto los gerifaltes de Bruselas. Es dudoso que les haga gracia alguna.

De facto, el requisito del previo paso por el consejo de ministros significa suspender el principio del libre movimiento de capitales cuando éstos crucen nuestro territorio.

En todo caso, Sánchez ha acrecentado sus poderes de decisión sobre las inversiones forasteras y se ha auto-concedido unos márgenes de discrecionalidad y arbitrariedad nunca vistos en democracia.

Como ya es habitual en el ejecutivo sanchista, la redacción de las disposiciones publicadas en el BOE es harto confusa. Incluso contiene cláusulas literalmente indescifrables.

Tengo para mí que semejante vaguedad es deliberada. Su objetivo no consiste en otra cosa que en mangonear a discreción el portillo de acceso. De esta forma, el régimen embrida todo aterrizaje de peculio externo y le fuerza a pasar por la servidumbre de la Moncloa. O sea, por el portazgo del dúo de inquisidores formado por Pedro Sánchez y Pablo Iglesias.