En tiempos tan difíciles como los que ya estamos viviendo, el guerracivilismo debería ser pública y éticamente reprobable. Hace unos días Manuel Valls advirtió sobre la nefasta campaña que el PSOE había iniciado contra el gobierno de la Comunidad de Madrid como “ejemplo de gestión ineficaz e irresponsable”. Valls señalaba que eso era exactamente lo que ahora no había que hacer: “Esta manera de hacer política envenena la democracia”. Ni unidad, ni sentido de Estado y, aún más, la política del PSOE parece la misma que la de su socio de gobierno: populismo en estado puro.

Esa campaña de descrédito del adversario se ha puesto en marcha como si una cruzada laica fuera. Al primer toque de corneta, militantes podemitas y socialistas se han lanzado a descuartizar cualquier comentario, desliz o contradicción en que los populares incurran o tengan pensado incurrir en los próximos cien años. El circo ha superado todos los límites del patetismo con la irrupción de Aznar y su correspondiente vídeo en defensa de la presidenta madrileña y contra los hijos de Chávez. Unos contados críticos de izquierda también han llamado la atención sobre el silencio de las feministas ante los descarados ataques a Isabel Díaz Ayuso que, hace unos meses y con el mismo argumentario, bien podrían haber sido calificados como machistas.

España se ha convertido en la segunda década de nuestro siglo en una encrucijada de disputas enquistadas y luchas emergentes. Los contrapuestos intereses políticos de los distintos partidos están abonando el terreno para que los conflictos sociales y económicos se extiendan rápidamente. Sólo falta que el factor religioso --por afirmación o por negación-- acabe por contaminar las disensiones.

El identitarismo nacionalista, el populismo laicista o el catolicismo conservador, por ejemplo, son movimientos que alentan una nueva versión de las cruzadas medievales. Se trata de liderar y liberar la comunidad correspondiente, sea la nación, el pueblo o el credo religioso. Esos dogmas han entrado ya por las puertas de las casas de muchos españoles, y es cuestión de tiempo para que la tolerancia salte por las ventanas.

En este contexto tan bronco, el reto de unos y otros partidos es lanzar mensajes cortos y simples para impactar en la ciudadanía. Además, sus gurús parecen convencidos que un estado de opinión se puede condensar en un selecto conjunto de símbolos, capaces de expresar todo un sentir popular. Los que tengan la habilidad de administrar o generar gestos e imágenes conectarán mejor que nadie con la mayoría, una nueva invención surgida de la reconversión del significado de la minoría más numerosa.

En este todo contra todos, la guerra de imágenes no ha parado de aumentar. Poco parece importarles que lo que menos necesitan los españoles en estos días es más estrés emocional. Ni siquiera el choque imprevisto y brutal de la pandemia ha hecho recapacitar a la clase política sobre cuáles son los límites de la manipulación y de lo ridículo. Entre los últimos gestos simbólicos que se han lanzado destacan las nada inocentes fotos de la presidenta Ayuso, una versión explícita de los iconos del dolor y el sufrimiento entre los católicos.

Tampoco se ha de ignorar la hilarante invención del escudo del presidente de la Junta de Andalucía que ha conectado muy bien con los semanasanteros sureños. Como si fuera una medalla cofradiera, Juanma Moreno habla y habla y sigue hablando mientras los televidentes contemplan un primer plano del escudo andaluz, coronado y rodeado de laurel, como si fuera el del Hermano Mayor de la Cofradía de la Santísima Devota y Mariana Andalucía. Qué razón tuvo Nicolás de Chamfort cuando aseguró que “sin el Gobierno, Francia no volvería nunca a reír”. Dos siglos y medio más tarde, aquí estamos igual. Lo que aún no sabemos es si el todos contra todos acabará como en Francia, donde en unos meses pasaron de las risas a la revolución y al terror.