La cantante/cantaora de Sant Esteve Sesrovires es cultura catalana, ha concluido el cardenal Junqueras desde la torre de Lledoners. Urbi et orbi. Y pese a todo, su sentencia no parece haber calado entre el nacionalismo excluyente y xenófobo que campa a sus anchas sin control alguno. Después de los comentarios de Miquel Bonet, urge un estudio sobre la obsesión nacionalista con las tetas. Y, por supuesto, tanta alusión peyorativa a las “mamellas” debería ser condenada por el feminismo --independentista o no--. Los machos fascistas no hay que buscarlos muy lejos, al parecer abundan y están sentados a su lado.

Se ha dicho de todo sobre Rosalía y su último álbum. Hay análisis musicales interesantes como el realizado por Jaime Altozano, pero sin duda la crítica más certera es la que ha firmado Juan Vergillos en el Diario de Sevilla. En ella disecciona la esencia flamenca de “El mal querer”, palo a palo, con todos sus matices y variantes.

Al margen de tuits independentistas, tan ofensivos como ignorantes, lo más delirante y peligroso que se ha publicado sobre el fenómeno Rosalía se puede leer, ver y escuchar en El País. En el vídeo titulado “Lo que piensan los gitanos de Rosalía: Ofensa, burla o renovación” se expone uno de los errores más repetidos desde hace décadas: el flamenco es gitano o no lo es. Nada nuevo en las páginas de ese diario, sobre todo cuando el ya desaparecido Ángel Álvarez Caballero repartía selectivamente carnés de flamenco. En ese breve reportaje el sociólogo José Heredia lleva a afirmar --sin rubor alguno-- que el flamenco es un marcador identitario fundamental de los gitanos, por eso concluye que con fenómenos renovadores como el de Rosalía sienten que “se arrebata, se desflamenquiza, se desgitaniza el flamenco”. Aún más, una joven cantaora llega a sentenciar que “sin los gitanos no hay flamenco”. Y, si eso les parece poco, una profesora madrileña se despacha diciendo que no se puede amar el flamenco si no se ama la historia de los gitanos.

No se conoce ninguna evidencia de que el flamenco sea en origen un arte gitano. La interpretación gitanista sugiere que este cante nació con la persecución, la exclusión y la resistencia de los gitanos. Sin embargo, pese a los esfuerzos de antropólogos como Bernard Leblon por demostrar esta idea, lo cierto es que hasta ahora es una afirmación basada en una manipulación identitaria de la historia, reduccionista si se prefiere.

Existen diversas hipótesis que apuntan al mestizaje cultural que se produjo en el sur durante siglos como el proceso que explica la estrecha relación entre el flamenco y las Andalucías. Hipótesis en las que los gitanos son un grupo cultural más, pero no el único y, en muchas zonas, ni siquiera el principal. Manuel Barrios señaló hace años las posibles pervivencias de estos cantes por la permanencia de moriscos. Hubo cristianos nuevos, descendientes de musulmanes, que burlaron la trágica expulsión de 1610 y pudieron continuar en el sur mezclados --quizás-- entre gitanos. Esos contactos explicarían que algunos grupos gitanos cultivasen el flamenco, mientras que otros gitanos andaluces, castellanos, aragoneses o catalanes lo ignorasen o solo lo conociesen, si acaso, de oídas.

Otros estudiosos apuntan a mezclas con más ingredientes. ¿Cómo explicar, por ejemplo, la pervivencia de letras bíblicas --vetero testamentarias-- en fandangos o seguidillas que aún se cantan en pueblos cercanos a la frontera con Portugal? Es posible que, como un investigador propone, sean rescoldos de la herencia inmaterial de judeoconversos portugueses que se refugiaron en el Andévalo, huyendo de la Inquisición lusa, como los alfayates de Serpa. Y a esta mezcla habría que añadir melodías y cantes castellanos, de esclavos africanos o, incluso, americanos.

Decía Marc Bloch que “la incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado”. El flamenco no es un cante gitano, entre otras razones porque no existe ni ha existido una única cultura gitana. De nación mejor ni hablamos. Negar la pluralidad es abogar por el inmovilismo reaccionario de la identidad, y la consecuencia más directa es hacer del disparate una verdad absoluta.

Si a Rosalía, a Miguel Poveda o a tantos otros se les niega la fuerza creadora del mestizaje que ha viajado durante siglos del sur al norte, del norte al sur o de idas y vueltas atlánticas, es imposible entender que el flamenco siga siendo un arte vivo, en pugna constante con la tradición, siempre reinventada y no, necesariamente, de manera espontánea. En definitiva, reducir al flamenco y a la cultura gitana a un relato único no sólo es falsear la historia es también forzar al presente a vivir atado a unas imaginarias raíces, cuando hoy en día lo local y lo global están aún más ligados. Rosalía es el mejor ejemplo. Disfrutar de su música es un regalo.