Hace cinco años se conmemoró el 50 aniversario de la Capuchinada, la reunión en el convento de los frailes Capuchinos de Sarrià de unos 500 universitarios barceloneses y 35 intelectuales invitados. Allí nació el SDEUB (Sindicato democrático de estudiantes de la Universidad de Barcelona) y murió el SEU (Sindicato de Estudiantes Universitarios), de origen falangista y adhesión obligada, que presidió durante un tiempo Rodolfo Martín Villa, luego ministro del Interior. Con motivo del aniversario, siete amigos se reunieron a cenar en el restaurante de la Barceloneta Can Solé y de aquella cena salió el propósito firme de transformar los recuerdos de cada uno en un libro que tendría un eje común: mostrar que aquellos acontecimientos significaron la ruptura definitiva entre la dictadura y la Universidad.

El libro, Quan el franquisme va perdre la Universitat (editorial Base), acaba de salir e incluye una simpática fotografía del grupo. Podría haber sido una narración más de las batallitas del abuelo Cebolleta, pero no lo es. Se trata de un buen libro, ponderado y de agradable lectura. Entre lo anecdótico, resulta interesante conocer los apodos que utilizaban los autores en aquellos años: Andreu Mas-Colell (Clemente), Esteve Lamote de Grignon (Valentín), Albert Corominas (Octavio), Pere Gabriel (Germán), Salvador Jové (Sergio), Pau Verrié (Daniel) y Joan Clavera (Tomás). No confundir con Tomás Jiménez Araya, con quien Mas-Colell cuenta que se reunió en un bar de la calle de Canuda para preparar textos del SDEUB.

Los autores han escrito a partir de sus propias vivencias, narrando sus relaciones con el partido (el PSUC) y sus visiones políticas. Describen cómo se hacían las convocatorias y los encuentros; cómo se relacionaban con la dirección del PSUC, que es el verdadero protagonista de las diversas historias del libro; cómo el partido fue muy respetuoso con las iniciativas estudiantiles; cómo el asunto nacional no era preocupación del estudiantado, quizás porque los estudiantes movilizados no eran nacionalistas. Los nacionalistas, como el padre de Artur Mas o el de Pere Aragonés, preferían dedicarse a ganar dinero al amparo de la dictadura. Los nacionalistas eran, precisamente, los que mandaban. Se mire como se mire, Franco era nacionalista y decía que vulneró la ley para defender los derechos de la nación.

La tesis central del libro la expresa el título. Pero es discutible. La Capuchinada --y los hechos inmediatamente anteriores y posteriores que condujeron al nacimiento y muerte (por la fuerza de la represión) del SDEUB--, consolidó la brecha entre los estudiantes y la dictadura, pero no fue así con toda la Universidad. Muchos profesores siguieron ejerciendo y dejando a sus herederos a través de un sistema de oposiciones bastante viciado que, para ser justos, uno de los autores, Andreu Mas-Colell, trató de modificar. Algunos de los apadrinados siguen en las cátedras y en los rectorados. Se los reconoce por su docilidad frente al poder. Es el caso de los rectores actuales, doblegados ante el independentismo e incluso ante sus servidores. Omnium Cultural les sugiere que firmen una petición de amnistía para los políticos presos y ellos firman. Son los García Valdecasas de hoy: lacayos sumisos ante quien mande. En realidad hay continuidad nacional, porque Franco también era nacionalista. La nación lo justifica todo, incluso la indignidad. Ya lo dijo Horacio: Dulce et decorum est pro patria mori, que ellos traducen libérrimamente por “dulce y honorable es vivir de la patria”.

Varios de los autores explican sus relaciones con dirigentes del PSUC, como Gregorio López-Raimundo o, alguna vez en viajes clandestinos al exterior, Santiago Carrillo. Pero el verdadero enlace fue un personaje enigmático y que merecería un estudio para él solo: el camarada Miguel (Manuel Valverde Valseca), que luego protagonizaría una escisión del partido por la izquierda formando el PCE (I), arrastrando a no pocos estudiantes en lo que luego degeneró en una sopa de letras.

También resulta interesante la historia de la expulsión de la Universidad de Manuel Sacristán, sustituido por un tomista y carlista recalcitrante, Francisco Canals, quien se proponía “salvar a los alumnos de las llamas del infierno” a las que los hubieran llevado las clases del expulsado. Sacristán, reconocen todos los autores, fue una notable influencia. Y también el entonces estudiante Paco Fernández-Buey, quien, por cierto, fue el encargado, junto a Joaquín Viaplana, de contactar con los Capuchinos para que el SDEUB naciera en su convento.