Uno de los grandes misterios de la transición es, para quien esto firma, cómo se las apañó el PSUC --y el PC en el conjunto de España-- para no rentabilizar políticamente sus años de resistencia al franquismo. ¿Qué se hizo mal para que los únicos que realmente hicieron algo contra la dictadura emprendieran un camino no muy largo hacia la irrelevancia? Puede que en el ámbito nacional las figuras más bien siniestras de Santiago Carrillo y la Pasionaria, con su tufo a checa y a pólvora de pelotón de fusilamiento, les diesen cierto yuyu a la gente, pero en Cataluña teníamos a Gregorio López Raimundo, un hombre con la bondad en la cara, según cantaba Raimon, y que, pese a las inevitables veleidades estalinistas de tiempo atrás, parecía una persona decente. Como su sucesor, el doctor Gutiérrez Díaz, en arte El Guti.

Tal vez el PSUC no supo evolucionar de manera acorde con los nuevos tiempos. Y el PC cayó en manos de Julio Anguita, un demagogo sobrado que más que hablar decretaba. En cualquier caso, los socialistas se les comieron la merienda con sus cien años de honradez y cuarenta de vacaciones (yo en la universidad no vi a ningún socialista, todos los que hacían algo eran del PSUC o de su escisión maoísta, Bandera Roja, cuyos miembros tan bien se han colocado en la sociedad, como me recuerda siempre Félix Ovejero). Y los nacionalistas, a los que tampoco se les había visto el pelo durante el franquismo, probablemente porque estaban muy ocupados lucrándose a su costa. Tras cuarenta años dando el callo, los comunistas catalanes se vieron basureados por sociatas y pujolistas. Los más valiosos se pasaron al PSC, como Solé Tura, y los más trepas se convirtieron en esbirros del nacionalismo, como Rafael Ribó, síndic de greuges al parecer vitalicio.

Los intentos de puesta al día con elementos de la gauche caviar como Joan Saura y su señora la mallorquina o ciclistas entregados al ecologismo como Joan Herrera no salieron muy bien. Y así hasta llegar a la situación actual, cuando la última reencarnación de lo que en tiempos se llamó El Partido, ICV, se declara en bancarrota, admite una deuda con los bancos de nueve millones de euros y prepara la disolución, como ya hizo Duran Lleida con su Unió Democràtica. Si al PSUC se lo cepilló el PSC, a ICV se la han cargado Ada Colau y sus comunes (y corrientes), de la misma manera que en el conjunto de España Izquierda Unida ha sucumbido ante Podemos.

Aunque nunca fui del PSUC, dada mi escasa confianza en los comunistas, me da un poco de lástima toda esta catástrofe. Es como si lo que funcionaba en la clandestinidad fuese incapaz de hacerlo en libertad. O como si siempre se hubiesen tomado las peores decisiones. O como si la gente, tras agradecer los servicios prestados, se quitara de encima a los rojos por rancios y viejunos y los sustituyera por los socialdemócratas o los nacionalistas. Ya lo decía el refrán: unos cardan la lana y otros se llevan la fama.