“Más oprimido que el campesino, su mujer”. El dicho deja claro que la situación de los agricultores es más bien económicamente triste, al tiempo que denuncia la opresión ancestral de la mujer.

Estos días salen a las carreteras los campesinos, a veces toda la familia, para recordar que nunca hubo una Arcadia en la que los terrones no necesitaran ser destripados con fuerza y sudor y que ese trabajo es difícilmente compensado. El bucolismo, que sobrevive en forma de ecologismo naíf, ha sido siempre cosa de urbanitas. El payés sabe que el estiércol huele mal y que las patatas crecen bajo una tierra a la que hay que torturar para obtener los frutos. Que esos frutos sean luego mal pagados explica la rabia que se ve en las carreteras.

Dicho esto, conviene no convertir la crónica de sus protestas en una película de buenos y malos en la que ellos, por el hecho de ser maltratados por los intermediarios, tengan no ya razones, que las tienen, sino toda la razón y en exclusiva.

Vale que protesten y corten carreteras. La protesta, como han recordado algunos, no es delito y mucho menos terrorismo. Pero hay comportamientos que no deberían permitirse quienes se presentan como defensores del medio ambiente. El primero, la quema de neumáticos. Un hecho medioambientalmente letal, tóxico incluso para ellos.

Tampoco es de recibo la destrucción de alimentos. Hasta ahora los transportistas españoles se quejaban de lo que ocurría en Francia. Ahora, se les copia y se vuelcan los contenidos de los camiones marroquíes. Cierto que luego llamaron al Banco de Alimentos, pero no deja de ser una arbitrariedad. Estos ataques se basan, con frecuencia, en bulos como el esparcido por Ségolène Royal sobre los tomates españoles. Si los sindicatos agrarios tienen constancia de que no se controlan las importaciones, procede denunciar a los servicios de aduanas, no tomarse la justicia por su mano.

A veces, los productos que se destruyen son los propios, volcados ante ministerios o delegaciones gubernamentales, buscando la foto. Si se llevaran directamente a instituciones benéficas darían también para una foto y el resultado sería muy otro.

La agricultura se presenta como la última muralla frente a la degradación del medio ambiente, pero buena parte de los cultivos fueron antes bosques. De hecho, algunos países en vías de desarrollo no dejan de señalar que se les pide que no deforesten, aunque nadie reclama la reforestación de lo destruido en los países más ricos. 

Es razonable que rechacen la competencia desleal, en la medida en que se importan productos de países cuyos controles sobre pesticidas son dudosos. Menos razonable y ecologista es pedir que se relaje su uso. Se prohíben por motivos de salud. Claro que no estaría de más que los alimentos estuvieran etiquetados por lo que a su origen se refiere. Así, si el comprador de judías verdes prefiere las de Egipto porque son más baratas, que sepa al menos por qué se produce ese ahorro. 

En materia de competencia desleal hay un factor nada desdeñable: la contratación irregular de inmigrantes con o sin papeles en régimen de semiesclavitud. Como no tienen tractor (ni tierras), sus reivindicaciones no aparecen en las manifestaciones. No todos los agricultores son explotadores, pero bien harían los demás en criticar a los que atentan contra los derechos humanos, aunque sólo sea porque son verdadera competencia desleal. 

Se ha visto a los residentes en las grandes ciudades aplaudir el paso de los tractores. Buena muestra de solidaridad, siempre que quien aplaude no compre luego el producto más barato sin atender a su procedencia y, ya puestos, participe en esa extraña orgía que consiste en querer comer uvas en febrero y melones todo el año. Eso sólo se logra forzando los rendimientos de la tierra o consumiendo ingentes cantidades de energía en transportes transhemisféricos.

Finalmente, y no es un asunto menor, el campesinado reclama, en todas partes, una política proteccionista para los productos nacionales. ¿Sólo para frutas y verduras? ¿También para la industria y la metalurgia? Ese proteccionismo es uno de los disfraces del nacionalismo. Parece solidario, pero sólo para los de casa. Ahonda la distinción entre un “ellos” y un “nosotros”, que somos los buenos. Los del tractor amarillo o con bandera rojigualda. Por eso encanta a las derechas. Y si buena parte de la izquierda se apunta es porque hace tiempo que anda desnortada.