Se podría decir, parodiando a Dámaso Alonso en Hijos de la ira, que Madrid es una ciudad de más de un millón de insultantes. Y eso a pesar de que, desde hace un tiempo, los filósofos estoicos están de moda. Sobre todo, Séneca, ese español de cuando España no existía ni se la esperaba, aunque algunos crean que es eterna.

Se exalta de ellos su llamamiento a la indiferencia ante el destino y los pesares que no podemos controlar, sin que ello suponga la necesidad de dar la espalda a la sociedad. Se diferencian en eso de los epicúreos, que proponían abstenerse en materia política. El estoicismo permite considerar horrible lo que hay y participar sin embargo en ello, desde una posición supuestamente superior que te hace inmune y te mantiene inocente. ¡Un chollo moral!

Séneca escribió diversos textos. Uno de ellos se titula Sobre la ira, una pasión a la que tantos hoy parecen haber sucumbido. No estaría de más que algunos diputados y senadores le echaran un vistazo a la obra (hay varias traducciones, para los que no dominen el latín). A quien le dé pereza, le cabe acudir al excelente texto de Volker Spierling titulado Nada más asombroso que el hombre y subtitulado Una historia de la ética desde Sócrates hasta Adorno. Lo acaba de editar Acantilado e incluye un capítulo dedicado por entero a Séneca.

Sostiene el cordobés: “¡Cuánto mejor es arreglar un ultraje que vengarlo!”. La expresión debería figurar a la entrada del Congreso y del Senado, instituciones a las que llegan los elegidos dispuestos a actuar con saña de vengadores, airados y con el cabreo en el alma. Se sienten ofendidos por todo y por todos y emponzoñan hasta el lenguaje parlamentario al renunciar a parlamentar, porque insultar y despreciar son otra cosa.

Casi todos (el PNV es una digna excepción) se empeñan en chapotear en una especie de estercolero desde el que aseguran que el futuro exige la aniquilación de la maldad que el otro representa y al que se anatemiza con rabia. Miguel Tellado, Óscar Puente, Isabel Díaz Ayuso, padres y madres de la ira, han acabado por hacer que Gabriel Rufián parezca un moderado. En tierra de nadie destaca Carles Puigdemont, que vilipendia a casi todo el mundo. Sólo quienes le financian y quienes le besan los pies escapan a su furia dialéctica.

“El iracundo”, escribe Spierling tomando pie en Séneca, “tiene que darse tiempo a pensar y hacerse una idea más clara de la situación por la que cree haber padecido una injusticia” de modo que pueda dejar de culpar al otro y asuma cierta reflexión moral. Se preguntaba Séneca: “¿Es que no hemos cometido nosotros nada igual? ¿Es que no nos hemos equivocado del mismo modo?”.

En el examen de conciencia se descubre el camino hacia la moderación y se deja atrás la beligerancia que domina los hemiciclos, donde los oradores no hablan con ánimo de convencer a nadie. Se dirigen a las cámaras de televisión, dispuestas a recoger los exabruptos e ignorar las propuestas razonadas, si las hubiese. En la tribuna, el gesto y el tono son los del mitin: pretenden excitar el fervor hacia lo propio y el odio hacia lo ajeno, agitar las pasiones, cuanto más bajas mejor. Y, para colmo, con escaso respeto a la sintaxis y a la prosodia.

Algunas de sus señorías dicen ser cristianas, incluso practicantes, pero se empecinan en buscar la paja en el ojo ajeno pasando por alto la viga en el propio.

Los senadores, los diputados, profieren discursos en los que no se adivina propuesta alguna, más allá del improperio. No se confrontan proyectos, sólo se emiten reproches que parecen salir del resentimiento, incluso por ofensas inexistentes.

Es el triunfo de lo tóxico. Se impone la lengua más viperina, esa que ni siquiera renuncia al “calumnia, que algo queda”. Matonismo verbal, de momento, porque hay quien parece echar de menos llegar a las manos. Y todo sin la elegancia que tuviera en su día el “a la mierda” de José Antonio Labordeta. Y es que, a juzgar por las intervenciones, estos antidemóstenes no pretenden enviar a nadie a la mierda, se sienten a gusto en ella y ahí quieren quedarse a perpetuidad. Estoicamente.

Quizás un día se atrevan a dar respuesta a la pregunta que cierra el poema de Dámaso Alonso: “Dime, ¿qué huerto quieres abonar con esa podredumbre?”.