Esta vez sí que desde Cataluña están disparando de verdad contra las altas instituciones del Estado, se acabaron las balas de fogueo. Pilar Rahola acusa --a toro pasado, pero acusa-- al Rey emérito Juan Carlos de haberle tocado una teta cuando ejercía. Cuando ejercía de rey, digo, no de tocador de tetas. Una acusación de tal calibre socava no sólo los cimientos del Estado, sino la reputación de cualquiera, por rey que haya sido. Con la de tetas que en el mundo hay, elegir precisamente una de las de Pilar Rahola supone un descrédito tal que debería ser suficiente motivo para retirarle a Juan Carlos todas las prerrogativas de las que todavía disfruta, e incluso la amistad, quien la tuviere. Da igual si se trataba de la teta derecha o de la izquierda --tal detalle no lo ha precisado la portadora de ambas--, el hecho es que era una teta de Pilar Rahola.

No ha sido casual, sin duda, que haya sido Rahola la elegida para emborronar el historial de Juan Carlos. Ninguna como ella arruinaría, con tal acusación, la reputación de cualquier hombre, incluso la de un monarca. Una cosa es que a uno lo acuse de tocarle una teta Judit Mascó o Beth, por no salirnos de las catalanas célebres, y otra es que lo haga Pilar Rahola. ¿Con qué cara podrá presentarse en adelante el Rey emérito a esas comilonas con amigotes, que son toda su actividad oficial de un tiempo a esta parte? En cuanto se siente a la mesa, se hará el silencio y observará que lo miran de distinta manera, quizás con pena, quién sabe si compadeciéndole. Incluso habrá quien realice titánicos esfuerzos para aguantarse la risa; cuidado con eso, que los reyes, aunque sean eméritos, gastan mala leche. Pensará Juan Carlos, acertadamente, que en cuanto se levante para ir al baño, se convertirá la comidilla del resto de comensales, no solo de su mesa, también de las vecinas. De nada servirá que, ya a los postres y habiendo dado cuenta de unas cuantas botellas de buen vino, relate de nuevo aquellas viejas y picantonas anécdotas con Corinna o con una actriz de la época del destape. Captará --los reyes no pierden el olfato, aunque jubilados-- que las risas con que le agasajan no son ya sinceras como antaño, que algo subyace en el ambiente, que la admiración que despertaba se ha trocado en compasión.

Nada hay peor para un monarca, para alguien que tuvo el mundo a sus pies, que verse compadecido por quienes no hace mucho le admiraban, incluso le envidiaban. Pilar Rahola. Nada menos. Este baldón quedará para siempre en su historial, emponzoñando unos servicios de faldas hasta ahora irreprochables. Puede dar gracias el Rey emérito de que ya no se estila decorar los escudos heráldicos con las hazañas más destacadas de sus portadores, porque de ser así, bajo sus armas figuraría por siempre, para vergüenza de sus descendientes, la leyenda "tocó un pecho a la Rahola", aunque en latín, que queda más fino. Porque una hazaña lo es, no cabe duda de que es necesario valor, arrojo y temeridad, otra cosa es que además sea un oprobio.

La bien organizada ofensiva catalanista contra los Borbones, una dinastía históricamente de gusto exquisito en cualquier tema relacionado con mujeres, incluido el de tocar tetas, amenaza con perjudicar también al rey actual ¿Con qué cara podrá mirar ahora Felipe VI a su padre, una vez le sabe capaz de los actos más deleznables, más impensables en un hombre con ojos en la cara? La mayoría de humanos se dejarían cortar una mano antes que introducirla en el escote de Pilar Rahola, mientras que el jefe del Estado, quizás creyendo equívocamente que debía dar a los españoles muestras de su valor sin límites, allá la puso.

En mala hora. Una acción como ésta podría acabar con la monarquía en España. Por fortuna, los monárquicos son gente muy fiel y seguro que hallarán alguna forma de consolarse, aunque a mí sólo se me ocurre algo peor que tocarle una teta a la Rahola: tocarle las dos.