Es una gran noticia que Lluís Llach se postule a la presidencia de la ANC. Es una gran noticia porque el mundo temía que, una vez dimitido del Consell de la República, dispusiera de tanto tiempo libre que pudiera ponerse de nuevo a cantar. Era más necesario que el agua de lluvia, que el noi de Verges diera con algún quehacer que lo mantuviera enfrascado, algo que le impidiera regresar a la canción. Ese quehacer es la presidencia de la ANC. El peligro existe todavía, porque para tenerlo ocupado y lejos del piano es necesario que gane esas elecciones, pero es de suponer que la mayoría de socios de la entidad harán lo que sea para que Llach no vuelva a la música. En eso estaremos todos de acuerdo, y cuando digo todos, me refiero a todos.
Hay ocasiones en que independentistas y constitucionalistas podemos -e incluso debemos- ponernos de acuerdo, a veces las diferencias políticas deben dejarse de lado. Hay asuntos de tal envergadura que las divergencias ideológicas pierden importancia. Impedir que Lluís Llach regrese a los escenarios es uno de esos problemas generales que aúnan a gente de toda condición, igual que el cambio climático, la hambruna africana y la posibilidad de una nueva guerra mundial.
Conozco a muchos catalanes, e incluso a ciudadanos de otras regiones españolas -y algún extranjero también, no crean, su tétrica fama traspasa fronteras- que están dispuestos a afiliarse a la ANC sólo para poder votar a Luís Llach y que éste sea nombrado nuevo presidente de la organización. Que tenga trabajo, mucho trabajo, que no tenga un solo momento libre, no sea que se le aparezca algo que él pueda tomar por una musa. Otra cosa no conseguirá Llach, pero, de momento, con sólo anunciar su candidatura, ha logrado incrementar las solicitudes de ingreso en la ANC, la gente está ansiosa por votarle. Una oportunidad como esa la tendremos solo una vez en la vida, en cambio, si fallamos y Llach no se alza con la presidencia, no habrá nada que le impida desafinar de nuevo. Y sería más pronto que tarde, acuciado como iba a estar por la necesidad enfermiza de tener los focos sobre él.
No debemos confiarnos. Aunque seamos muchos los que queremos encontrarle a Lluís Llach una ocupación lo más lejos posible de la música, no podemos arriesgarnos a fracasar. Hay que tenerlo todo previsto, si hay que organizar un pucherazo en las elecciones, se organiza, no faltará gente dispuesta a arriesgarse. De todas formas, lo ideal sería eliminar a los demás candidatos, por las buenas o por las malas, si hay una ocasión en la que el fin justifica los medios, es conseguir que Llach no cante nunca más.
Lo más probable es que no haga falta llegar a tales extremos, ya que si algún otro candidato tenía previsto optar a presidir la ANC, retirará por propia voluntad su candidatura en cuanto sepa que, caso de ganar, su triunfo podría conllevar el retorno de Llach al show business. Es decir, su victoria personal supondría una derrota general de la cultura, el arte, la música y la civilización tal como la conocemos. Ningún candidato podría vivir después con ese cargo en su conciencia.
Bien es cierto que presidir la ANC no es algo que requiera de mucho trabajo, más bien se trata de un cargo descansado, pero para alguien tan poco acostumbrado a doblar la espalda como Lluís Llach, cualquier mínimo papeleo valdrá para tenerlo ocupado durante horas, con lo que sus cuerdas vocales no supondrán ninguna amenaza para la población. A lo sumo, lo serán para quienes trabajen con él en su oficina, si se dedica a tararear L’Estaca o L’Avi Siset mientras le saca punta al lápiz o revisa el correo. Víctimas colaterales, les llamaremos.