En su cámara de la guerra, rodeado de mapas que muestran la posición de sus virtuales legiones de fans tuiteros, sus blindados y sus aviones de combate, Carles Puigdemont pasea con las manos entrelazadas en la espalda y resopla, aventando su flequillo de campanario de cigüeña. Piensa en si conviene forzar unas nuevas elecciones que le conviertan en todopoderoso sátrapa del imperio milenario --jorobando así a los carlistas de pueblo de ERC--, o en si sería mejor irse a tomar el viento de la farola a los Cárpatos, lo que supondría indefectiblemente su paso al olvido.

Parece que aún no es consciente de que todos están hasta el moño y más allá de él, y que con tal de poner fin a la exasperante situación de bloqueo político aceptarían coronar casi a cualquier títere que al pequeño dictador se le antojara, ya sea Elsa Artadi, Núria Feliu o Lola Gaos rediviva, que para el caso es lo mismo. Lo de este hombre, queridos amigos, más que lo del perro del hortelano recuerda aquel viejo chiste del lorito tocapelotas, que cuando el barco en el que viaja se va a pique, trepa alegre por el mástil mientras la marinería se ahoga, canturreando despectivo: "¡Que se jodan, que se jodan!", y que viéndose finalmente con el agua al cuello, espeta aterrado: "¡A ver si aquí nos vamos a joder todos!".

Puigdemont sabe que no será presidente. Su único afán, a la espera de dilucidar si su futuro personal pasa --como él mismo admite-- por décadas de cárcel o por muchos años de ostracismo, es tocarle la pera al personal; llevar la situación al límite; desgastar al Estado; entorpecer la formación de un nuevo Govern y perjudicar a propios y extraños. En esas estamos. Veremos cómo se desenreda la madeja de inconfesables intereses de esta pandilla de cuatreros, si Roger Torrent se atreve a saltarse la legalidad y volver al frenesí del mambo bananero, y si, de ser ese el caso, el artículo 150.5 se convierte en un 155 como Dios manda y se aplica, como advierte Enric Millo, con una "cirugía más fina".

Puigdemont sabe que no será presidente. Su único afán, a la espera de dilucidar si su futuro personal pasa por décadas de cárcel o por muchos años de ostracismo, es tocarle la pera al personal; llevar la situación al límite

Que el independentismo es un castillo de naipes que se derrumba es evidente, aunque sigamos sufriendo sus coletazos y desmanes todavía durante mucho tiempo. Los principales protagonistas de este vodevil que aún no están a disposición judicial se han convertido en auténticos esperpentos. Antoni Comín vaga cual alma en pena, aislado y sin respaldo alguno; Anna Gabriel solloza desde Suiza y pide auxilio para poder seguir viviendo en su paraíso marxista; Marta Rovira guarda silencio, y seguramente se plantea cuál debe ser su próximo destino, ahora que sabe que los helvecios no le concederán asilo político; finalmente, Clara Ponsatí contempla con horror su posible extradición, porque 30 años al fresco curan a cualquiera, y ella ya está más curada que la mojama, de ahí las infames e inaceptables declaraciones de su abogado al aludir a la pena de muerte.

Mientras todo eso ocurre, el independentista ceballut, desnortado y perplejo, se refugia en cientos de actos reivindicativos, performances, happenings y flashmobs que rozan el más absoluto de los ridículos. De algún modo necesitan mantenerse activos, alegres y combativos, y sobre todo seguir soñando con esas consignas --Ara és l’hora!, Això ho tenim a tocar!, Ara va de bo!, etcétera-- que durante años se han acumulado en su única neurona disponible. Por eso son muchos los que siguen matando el tiempo que queda hasta el advenimiento de la República atando lacitos amarillos como posesos, y encolerizándose cuando ven que algún fascista español los arranca y se ríe en sus narices; otros optan por encerrarse en esas cárceles portátiles solidarias, repartidas por toda la geografía catalana; algunos forman cadenas humanas y trasladan cuadros de los presos políticos hasta la cima de Montserrat; unos pocos corren por la libertad hasta Estremera o hasta Soto del Real, o convierten las playas en cementerios, llenándolas de cruces, o se apuntan a alguno de esos sopars grocs solidaris, en los que todo lo que se sirve es pura ictericia gastronómica.

Toda esa fiebre amarilla es psicológicamente parte de un proceso colectivo de autoengaño, que busca ignorar, o retrasar, el inevitable aterrizaje en la realidad. Es un modo de destilar el desencanto, la frustración y la ira que conlleva la derrota, para regresar, paulatinamente, al agravio, al victimismo y al quejido, mucho más nutritivo y natural.

En quince días, si Puigdemont quiere, sabremos de qué vamos a morir.

Crucemos los dedos.