Sabido es que los presupuestos generales del Estado es la ley más importante para cualquier Gobierno, en la medida que marca la política que realizará durante el año, el cimiento sobre el que se asentará la economía; acostumbrados estamos también a ver cosas raras en la política, a cualquiera de sus niveles. Cierto es asimismo que, de un tiempo a esta parte, parecen negociarse como si fuese una historia de misterio con final inesperado --en principio-- en el último momento, con pactos de última hora y metiendo cosas con calzador. Lo que nunca imaginamos es que, cuando se dispara la inflación y la inquietud general por la economía, con España como el país más atrasado de la UE en la recuperación después de ser el que más cayó por la crisis de la pandemia, los Presupuestos pudieran llegar a depender de Netflix y el resto de plataformas televisivas. Al final, no es de extrañar que se haya llegado a calificarlos de “hipérbole contable” (José Antonio Zarzalejos dixit).

Estar atentos a la realidad oficial o, más exactamente, institucional puede resultar tan necesario como mortificante, una tortura. En política, los principios son siempre un asunto negociable y es cada vez más difícil para el ciudadano escapar a lo cotidiano. El caso es que, gracias a la impagable contribución de ERC, los Presupuestos colgaron de un hilo de Netflix hasta apenas cinco minutos antes de que se cerrase el plazo de presentación de enmiendas a la totalidad o, si se prefiere, de devolución a la casilla de salida, es decir a La Moncloa.

Con la que está cayendo, la cuestión lingüística se ha colado como elemento decisivo en los Presupuestos. Unos, los republicanos, lo llaman cuotas y otros, los socialistas, hablan de porcentajes de presencia de las lenguas cooficiales en las producciones de las plataformas. Un asunto que se reserva para la ley del sector audiovisual que deberá estar lista a finales de año. En estos dos meses puede dar de sí como para una enigmática serie. El PNV, siempre más pragmático, se ha agarrado al Ingreso Mínimo Vital, cuyo traspaso al gobierno de Euskadi ya fue pactado hace año y medio pero no se ha hecho realidad. Pero ERC, que vive constantemente mirando de reojo a sus colegas de Govern, es decir, a Junts,  ha hecho una cuestión de principios inamovibles de este asunto.

La cosa viene de lejos, pues ya lo intentaron sucesivamente varios consejeros de cultura: Joan Maria Pujals (CDC), al que su disputa con las majors de Hollywood le costó el cargo; Ferrán Mascarell (PSC con el tripartito de Pasqual Maragall); y Joan Manuel Tresserras (ERC con el tripartito de José Montilla). Pero ahora da la impresión, de que sea una forma más de despistar al personal, dado que lo fundamental es diferenciarse de los socios de coalición y marcar espacio propio, mientras se hace impresentable ley no escrita el hecho de tildar de nacionalista español a quien no se sume al procés. Lo fundamental, por encima de cualquier atención al interés general es la lengua, la llamada cuestión nacional, tanto da que se le denomine catalanismo como independentismo. Y Oriol Junqueras orondo y feliz, disfrutando de como su partido puede quedarse con el tinglado de lo que fue CiU, aunque sea la calderilla. Están a punto de conseguirlo, mientras tiene entretenido a Carles Puigdemont en Waterloo con su engendro de Parlamento en el Exilio que nada tiene que ver con aquellas Cortes Republicanas que revivieron en México animadas por el exilio de la Guerra Civil.

La pérdida de credibilidad es terreno abonado para el populismo más zafio. Y nuestras instituciones no van precisamente sobradas de ella. Se gobierna a corto plazo, de hoy para mañana y, si hace falta a golpe de tuit. Sin ir más lejos, la segunda teniente de alcaldía de Barcelona, Janet Sanz, responsable de Ecología, Urbanismo, Infraestructuras y Movilidad, ordenó por tuit, hace tres años, pasar del veinte al treinta por ciento el porcentaje de vivienda social previsto para las nuevas promociones en la modificación del Plan General Metropolitano. Lo hizo mientras regresaba de Madrid después de ver la final de copa entre Barça y Sevilla. Tal vez fuese la euforia del triunfo blaugrana por cinco a cero. Pero es, sobre todo, un estilo de gobierno que evoca tentaciones autoritarias y faltas de cualquier rigor.

Más que cambiar la sociedad, lo que parecen querer, por inanidad o arbitrariedad, quienes ocupan la plaza de Sant Jaume a uno y otro lado, es alterar nuestro estado mental imponiendo nuevos modelos de vida, hábitos y costumbres. Recuerda demasiado a los procesos de reeducación social de la Revolución Cultural China que de 1966 a 1976 buscaba acabar con cuatro cosas: costumbres, mentalidad, cultura y hábitos de la época de las dinastías, además de eliminar la influencia capitalista y el pensamiento burgués. Recién salidos del Gran Salto Adelante, que provocó una hambruna que se llevó por delante a treinta millones de chinos, se desconoce aún cuantos muertos causó aquella locura reeducadora que los franceses Claudie y Jacques Broyelle calificaron de “Apocalipsis Mao”, título de un libro con rasgos alucinantes de aquel delirio que sirvió de ejemplo a los jemeres rojos, impulsores de un genocidio que acabo con la cuarta parte de la población camboyana.

Cuesta creer que aquello pueda reproducirse aquí. Sin embargo, hay cosas que apuntan maneras: sin ir más lejos, ese centro de reeducación de hombres que el gobierno municipal comunsocialista ha puesto en marcha. Hay muchas formas de arruinar una sociedad. El presidente de la Cámara de España, José Luis Bonet, ha sido contundente al aludir a la política del no a todo (ampliación del aeropuerto, Hermitage, Juegos Olímpicos de Invierno…) que “condenará a Barcelona y a Cataluña a la irrelevancia en los próximos veinticinco años”. Hay muchas y variadas formas de arruinar una sociedad.