Una anécdota recogida en una de las crónicas de El Periódico sobre la Diada refleja perfectamente el desconcierto en que se encuentra el movimiento independentista. A las 17:14, una señora pregunta a otro asistente: “Disculpe, ¿este año qué hay que hacer?”. La buena mujer se refería a que este año no se había programado para cerrar la concentración ni un levantamiento de brazos ni una ola como en los campos de fútbol ni una colocación de sombreros al unísono ni nada parecido. Efectivamente, no había nada que hacer y este final desangelado y carente de la euforia de otras ocasiones es el mejor ejemplo del estancamiento y la falta de estrategia del procés después del fracaso de la vía unilateral en octubre del 2017.

La cifra de asistentes también expresa esa misma sensación, y no solo por el descenso del millón (supuesto) del año anterior a los 600.000 (también supuestos) de este año. Más significativo aún que el retroceso en la asistencia --la movilización sigue siendo multitudinaria-- es el hecho de que por primera vez no hemos tenido que escuchar aquello tan manido de un millón según los organizadores, 700.000 según la Guardia Urbana y 200.000 según la Delegación del Gobierno. Esta vez solo ha habido una cifra porque la Assemblea Nacional Catalana (ANC) no ha dado la suya y eso solo puede querer decir que ya se conforma con los 600.000 registrados por la policía municipal.

¿Cómo no van a conformarse con esa cifra, evitando las exageraciones habituales, si la propia presidenta de la ANC, Elisenda Paluzie, habló en su intervención de “desánimo, desencanto y divisiones” entre los independentistas mientras reprochaba a los partidos políticos que “discutan en público el reparto de las migajas” del procés? Unas palabras que constituirían una seria autocrítica si no estuvieran acompañadas de las acusaciones a los mismos partidos de deslegitimar el 1-O y de desarmar la vía unilateral que, según la presidenta de la ANC, es la única que ha permitido al independentismo llegar más lejos que nunca. Es decir, que el reconocimiento de la impotencia y del fracaso no se traduce en una rectificación del camino emprendido y cegado, sino en el empecinamiento en el error expresado en las proclamas del tipo “ho tornarem a fer” y en el reproche a los que, por lo visto, no se equivocaron lo suficiente.

Esta pirueta dialéctica es otra muestra de la falta de estrategia y de hoja de ruta --¡con todas las que hubo, ya nadie habla ahora de ellas!-- de un movimiento en el que cada uno de los dos grandes partidos, lógicamente, busca recolocarse en el nuevo espacio político y prepararse para pasar años sin tener la independencia “a tocar”, como tantas veces repitieron algunos --los menos-- creyéndoselo y otros --los más-- sin creérselo. Los mismos llamamientos a la unidad son los que confirman por pasiva la división entre quienes se han convertido al pragmatismo, aunque no abandonen sobre el papel la vía unilateral, y quienes se dedican a la agitación y al activismo permanentes, pero no porque confíen en la victoria, sino como la manera que creen más productiva para mantenerse en la lucha por el poder con sus adversarios.

Detrás de las consignas en busca de la unidad perdida está fraguando cada vez más un peligroso y perverso populismo antipartidos, que siempre ha existido en el seno del movimiento independentista, pero que en esta Diada ha salido más a la luz. Gritos y pancartas en los que se apelaba al “pueblo” frente a los políticos, que solo se preocupan de sus “sillones” y de “pelearse por mandar” dejando de lado el objetivo de la independencia --lema de la manifestación-- son el síntoma de la enfermedad populista de la “buena gente” a la que políticos mentirosos e irresponsables hicieron creer que conseguir el Estado independiente era como coser y cantar.

La conclusión es que lo único que une ahora al soberanismo es la situación de los presos y la expectativa de que la sentencia del Tribunal Supremo sea la ocasión para cohesionar de nuevo a los partidos, incluyendo en este caso a una parte de los comunes. Es lo que se quiso representar con la foto del acto de Òmnium, en el que, sin embargo, se volvió a repetir la falsedad de que el 80% de los catalanes apoyan un referéndum de autodeterminación. Si fuera así, la “decepción, el desencanto y el cabreo” --palabras del presidente de los municipios independentistas-- serían mucho menores.