Ahora que parece encarrilado el problema de la pobreza extrema, conviene empezar a preguntarnos como nos salvaremos de la pobreza política. El asunto es peliagudo, porque no afecta a un segmento social, sino que es un tema de alcance general. Visto lo visto, surgen dudas incluso de hasta qué punto no merece ya la pena poner pies en polvorosa y salir corriendo. El problema es que tampoco tenemos claro hacia dónde. El cuerpo le pide a uno implorar a la llamada clase política que opten por el camino que les venga en gana, como de costumbre, sea al vado o a la puente, e irse al guano todos ellos sin excepción: indepes o centralistas, amarillos o morados, rojos o azules, verdes o marrones…

Tienen tal facilidad para pisar charcos que parece que portasen una garrafa de agua en cada mano para crearlos donde no los hay. Hacen irrespirable un ambiente de tintes a veces miserable y, en denodado esfuerzo de superación, solo faltaba la alusión a los progenitores: hoy le toca al padre de uno y mañana puede que a la madre de otra. Es misión imposible distinguir entre lo que dicen para sus hooligans, sean del color que sean, y lo que hacen o proponen. No damos abasto y soportamos un ruido insufrible.

Mientras duró el encierro puro y duro, reinó el silencio como rara sensación de vacío. Cuentan que en entornos rurales lo rompían pájaros, insectos u animales. La relativa vuelta a la calle, aunque sea para la caza y captura de mesa en terraza, nos ha devuelto al ruido, sea de coches o motos. En realidad, una sensación tan antigua como ficticia ahora: el ruido oculta siempre la realidad. En el fondo, a falta de la algarabía ambiental, nunca faltó en estos meses el barullo político. Queramos o no, asistimos inermes a un festival de despropósitos de consecuencias incalculables. Sin que atisbemos salida alguna.

Por muy buena voluntad que le pongamos y mucho esfuerzo que hagamos, nos cae una pedrada tras otra. Salimos del lío de la pretendida reforma laboral y caímos de bruces en el carajal de la Guardia Civil. Pero, por si era poca cosa, ¿era imprescindible colocar ahora a José Montilla y Pepe Blanco en el Consejo de Administración de Enagás? Más un representante de Podemos, de cuyo nombre no puedo acordarme, tanto que criticaron lo de las puertas giratorias. Cuando se multiplican lo que ya se dado en llamar las “colas del hambre” y aún quedan trabajadores por percibir el dinero de los ERTE. Aunque también es cierto que parece que se hubiese aplicado un ERTE en el Gobierno: hay una retahíla de ministros desaparecidos. Cada cual puede hacer su lista. Así no es preciso mentar a ninguno, no resulte que sea gafe.

Los populistas de todo pelaje tienen una gran facilidad para plantear soluciones simples a cuestiones complejos. Podríamos añadir que también cuenta la capacidad de muchos ciudadanos para comprar simplezas. Como vamos de sorpresa en sorpresa, esta semana pudimos oír insinuaciones y pretensiones de nacionalizar Nissan por parte, entre otros, de Pablo Iglesias y Gabriel Rufián, socios de la investidura, vicepresidente segundo el uno, independentista confeso el otro. Entre la boutade y la simpleza, siempre queda espacio para la majadería en medio de una pandemia de estupidez. Si ignoran que no se puede hacer, son unos incompetentes que no merecen confianza alguna; si lo saben y dicen, es que son unos desvergonzados demagogos que juegan con la ansiedad de la gente.

Ni en la peor de las pesadillas, hubiéramos imaginado vivir una situación como la sufrida estos meses o como previsiblemente pasaremos en los próximos. Toda una alteración vital en la que nos ha cambiado hasta el paisaje urbano. Basta con adentrarse en el círculo de un kilómetro de radio que a cada cual le toca. En esporádicas y breves escapadas logísticas, sin caminar mucho, pueden verse carteles de se traspasa, cierre, en venta, disponible, se alquila… carriles bici o peatonales surgidos en la nocturnidad del encierro.

Barcelona es quizá un caso particular. Ignoro qué ha pasado en otros lugares. Pero ni en el mejor de sus húmedos desvaríos oníricos hubiesen imaginado la alcaldesa de Barcelona, Inmaculada Colau, y sus jenízaros que la pandemia contribuiría a desplegar su programa político. Como los turistas eran cual plaga de langosta molesta e incómoda, pusieron todas las dificultades posibles para crear hoteles; su edecán Gala Pin se empeñó en complicar la existencia de las terrazas que dan vida a la ciudad; recientemente, su adjunta Janet Sanz destacaba la gran oportunidad que suponía la crisis para acabar con el sector de la automoción…

Pues bien, sus sueños se han hecho realidad: el sector turístico (un 15% del PIB) está asolado, la restauración agoniza sin que sepamos cual será su nivel de mortandad y ahora se anuncia la marcha de Nissan. ¡Apoteósico! ¡El sueño de los Comunes hecho pesadilla colectiva! Quizá cualquier día, la alcaldesa y sus palmeros del PSC nos expliquen qué modelo de ciudad proponen. Después de todo, no hay peor modelo que el que no existe. La Generalitat Valenciana subvenciona la adquisición de bicicletas y patinetes, siguiendo el modelo italiano del bono de movilidad. Dada la originalidad de Barcelona tal vez veamos ayudas a la compra de calzado: nada menos contaminante que caminar.

Esta pandemia es una desgracia sanitaria y económica. Pero también dejará un lamentable estado de orfandad política, peligrosa desafección y excesiva incertidumbre que pueden transformarse en rabia contenida y, finalmente, en ira incontrolable. Sería preferible apelar al optimismo. El presente no invita a ello.