Como en mi última columna opté por la reflexión cuasi filosófica, trayendo a colación del casus belli del niño de Canet las reflexiones del pensador Anacarsis sobre la lengua –herramienta de comunicación que él consideraba el mejor y el peor logro del ser humano, porque o bien nos une o bien nos divide–, permítanme, tras reconocer lo estéril de aquella disertación, que hoy me arroje nuevamente en brazos de la ironía, que es tabla de salvación cuando la indeseable realidad que nos toca vivir en Cataluña nos supera y nos deja en estado afásico; porque el incendio lingüístico continúa exacerbando el verbo infecto del nacionalismo hispanofóbico.

Creo sinceramente que los periodistas, y todos cuantos optan por verter sus opiniones y pensamientos sobre el papel, nos equivocamos cuando a cada embate de esta horda de fanáticos –meros comedores de cebollas asadas para los que la lengua no es vehículo de entendimiento sino quijada de burro con la que atizar al vecino y partirle la crisma– apostamos por la vía de la reflexión serena, el argumento, la lógica, la apelación al sentido común, la preservación del marco convivencial y las leyes. Craso error. Vamos mal. Porque caemos en lo que podríamos denominar la trampa de la inteligencia, patrón analítico muy presente en la mente de las personas mínimamente formadas y cultas. David Robinson, especialista británico en neurociencia y psicología, lo explica muy bien en sus libros. Sus teorías refuerzan un síndrome psicológico tipificado, que señala que la gente inteligente, además de optar por hablar lo justo, con prudencia, y sólo sobre lo que sabe o domina, tiende a considerar la capacidad intelectiva de su interlocutor, aún sin conocerlo, igual o incluso superior a la suya. La inteligencia y la formación conlleva siempre una imprescindible dosis de humildad; recuerden la frase atribuida a Sócrates: “Solo sé que no sé nada”. De ahí que también, por contrapartida, nos moleste detectar exceso de soberbia intelectual en un interlocutor, por muy brillante y atinado que nos parezca su discurso.

Nos equivocamos con esta gente. Quizá sean raza milenaria de ADN reptiliano, pero el cociente intelectual de todos ellos reunido no supera el de un cefalópodo. En la trampa del buenismo intelectual caemos a cuatro patas prácticamente todos cada vez que intentamos dirimir cualquier desacuerdo conceptual con un tarugo pseudoilustrado de Pedralbes, rama Cocomocho, o con un tarugo deluxe tractoriano de la CUP, poniendo sobre el tapete argumentos y reflexiones de filósofos, pensadores, sociólogos o historiadores. A ver, contesten con sinceridad: ¿perderían ustedes cientos de horas de sus vidas intentando hacer comprender a una sepia el pensamiento de Platón o Kant? Seguro que no. Curiosamente nos parece mucho más sencillo conseguir que un botarate estelado entienda, al menos, que el marco convivencial que nos brinda la democracia, la Constitución, la ley y la separación de poderes, es un regalo, un bien a preservar; porque es de cajón, y representa el abc del respeto y la plena asunción de nuestros derechos y deberes como ciudadanos, ¿verdad? Pues tampoco. Ni con ésas. Porque todos ellos salen de fábrica con la disonancia cognitiva incorporada de serie hasta en los modelos más cutres.

Acompáñenme en rauda visita al showroom verborreico protagonizado por aquellos a los que consideramos, por cortesía, homo sapiens, seres intelectivos, y que en el fondo siguen siendo unos pobres homínidos que aún se maravillan ante su capacidad prensil y su habilidad para descolgarse de una rama sin romperse el cráneo. En los últimos días están que se salen, aunque no logren rebasar la valla del corral de su propia necedad.

Aquí llega ufano el muy honorable pitufo Pere Aragonès, que circunspecto va y nos dice que "cualquier ataque, riesgo y amenaza que pueda sufrir la lengua catalana es un ataque a esta sociedad y a la nación catalana". Anímense ustedes, que aún tienen paciencia en la cuenta corriente, a explicarle al president que aquí no hay ataque que valga, ni agresión, ni desprecio al catalán, solo una sentencia que acatar. Punto. Y que a estas alturas de la película ya no hay una sociedad catalana sino muchas y muy mal avenidas, y que esto jamás ha sido una nación pese a la alta concentración de necios por metro cuadrado.

También va desatada, a todas horas, doña Laura Borràs, atizando a diestro y siniestro. Ora le exige a Josep Gonzàlez-Cambray, conseller de Educación de ERC –que se niega a utilizar el español y pide que le subtitulen en televisión–, que aplique un 155 lingüístico y asuma la dirección de la escuela de Canet; ora expulsa a Nacho Martín Blanco (Cs) del hemiciclo por cuestionar su imparcialidad y por ponerse pesado pidiendo la palabra; ora desprecia, al estilo de Ada Colau, el uso del castellano en ruedas de prensa y comunicados oficiales, alegando con evidente cinismo: "¿Por qué ha de ser una falta de respeto (contestar) en una lengua y no en otra? ¡En Cataluña tenemos muchas lenguas! ¿Debería hacerlo en amazigh, en inglés o en Aranés, que también es lengua oficial?". Ya sabe: si quiere cortejar a esta señora estupenda vístase con atavío bereber, y susurre en su oído paraules d’ amor senzilles i tendres en amazigh. Castellanoparlantes abstenerse.

En similar onda irrumpe, sin laca y tras romper el somier de la cama en noche de desenfreno, Pilar Rahola, la reina del rayo catódico, que no contenta con revelar datos de los progenitores del niño de Canet –incluyendo su filiación política– asegura que están utilizando a su hijo como barricada en una refriega política de bajo nivel; que todo lo que se dice sobre el nacionalismo independentista es una falacia ad hitlerum; y que los jueces del TS que ratificaron la sentencia de TSJC sobre la cuota del 25% de castellano en las aulas deberían ser llevados ante un tribunal y juzgados. Tela marinera. Espero que si se juzga a los jueces lo haga un tribunal popular en la plaza mayor de Vic. Por aquello de la imparcialidad.

Si aún no se les ha quedado la cara a cuadros, esperen, que aún hay más. Los dos siguientes merecen ser condecorados con el cencerro de oro al cretinismo. El primero de ellos es Santiago Espot, presidente de Catalunya Acció, que compara a los padres del niño de Canet con terroristas de Hamás. Sí, como lo oyen, porque lo utilizan como escudo humano. Nada que ver con los valerosos sediciosos que el día del butifarréndum de 2017 se parapetaron tras bebés, niños, ancianos, tullidos e inválidos.

El segundo en liza, aún peor que el anterior por llevar pistola al cinto y tener el cerebro con más agujeros que un queso gruyère, es Albert Donaire, el “mosso que pudo reinar” (como capitán general de los ejércitos de la republiqueta catalana) y que se ha quedado en risible espantajo. El policía autonómico arremete contra la prensa, especialmente contra nuestro compañero Manel Manchón, y también contra Xavier Rius, de e-notícies, a los que insulta sin medida y tilda de nazis. De Manchón asegura que Goebbels se sentiría orgulloso de él, y que espera que no pueda salir a la calle sin que le reconozcan... Y todo por defender con la palabra y con absoluta corrección los derechos de un niño que, de no calmarse las aguas, bien pudiera acabar necesitando protección policial para acceder a las aulas de su escuela, como ocurriera en 1960 con la célebre Ruby Bridges, la niña de color que desafió a los supremacistas blancos en los años de plomo de la segregación racial en Estados Unidos.

Podría seguir con el relato de la sinrazón y la miseria moral de esta pobre gente, pero con este botón de muestra creo que es más que suficiente. Me reafirmo en la idea de que con ellos tenemos muy poco o nada que hablar. Lo único que podemos hacer es salir de nuestra zona de confort, dejar de perder el tiempo rebatiendo su estupidez en las redes sociales, perder el miedo, y si la ley nos ampara en un derecho que ellos nos niegan, coserles a denuncias. Otro gallo nos cantaría si cientos, miles de catalanes dieran un paso al frente como ha hecho esa familia de Canet.

En fin, pese a que lo que nos rodea no tiene nada de bonito, sean felices.