Hace nueve meses que el BOE comenzó a cambiar nuestras vidas al proclamar el pasado 14 de marzo el primer estado de alarma. Nueve meses donde la economía se ha derrumbado, donde hemos perdido derechos tan fundamentales como el de movilidad, de reunión o incluso de culto. Nueve meses en los que han muerto unas 70.000 personas más de las que sería habitual en un año normal. Y nueve meses desde que se engendraron unos niños que ahora comenzarán a nacer.

Lo mismo que bastantes de los fallecidos iban a dejarnos en este año por uno u otro motivo, también habrá niños que iban a ser engendrados con o sin pandemia. Pero es un hecho que ahora comienzan a nacer los niños del confinamiento y pronto nos dirán las estadísticas si son más o menos de lo normal, veremos si las horas de encierro fueron fructíferas para la natalidad o si por el contrario el miedo al futuro retrajo a los futuros padres, que de todo habrá. Estar encerrados sin saber cómo y cuando saldríamos no tiene por qué tener los mismos efectos que el gran apagón de Nueva York, que disparó la natalidad en 1966.

Pero más allá de la anécdota, que más pronto que tarde se repetirá por los informativos cuando no tengan qué contarnos, lo que sí verán los niños que nacen ahora es un mundo diferente porque 2020 es uno de esos años que deja una cicatriz en la historia.

Estos niños tendrán una vacuna más en su carnet de vacunación y quien sabe si el ARN mensajero que se les inocule les cambiará algo más que su capacidad de contagio. Vivirán en un mundo menos global, al menos durante unos años pues la movilidad entre países y continentes tardará en recuperarse. Crecerán en un mundo lleno de dudas pero sobre todo de deudas a no ser que se decida hacer un reset parcial de la deuda soberana, algo muy probable y sencillo al menos con la deuda que está en los balances de los bancos centrales.

Comprarán tanto a distancia que llamarán canal remoto a ir a las tiendas. Las ciudades tendrán menos comercios, menos escaparates, menos tráfico y probablemente menos alegría. Serán más digitales, aunque ya lo iban a ser, pero este año se han acelerado los cambios. Tras los millennials, los Z y los alfa en 2021 debería comenzará una nueva generación, la de la post pandemia.

En el siglo pasado tras la epidemia de la gripe, que por cierto tuvo tres oleadas, llegaron los locos años 20, años pujantes y de crecimiento. Ojalá esta nueva generación tenga una infancia llena de alegría y de esperanza. Mucho habrá que trabajar para que así sea porque lo normal es que comience la década con menos riqueza, más paro y más desigualdad.

Vivimos la pandemia con probablemente la peor clase política de la historia, desde la capital del imperio a nuestra ciudad, pasando por todos y cada uno de los diferentes niveles de la administración. Tal vez los gestores de la Unión Europea sean los únicos que se salvan del barrizal en el que se desenvuelven quienes nos malgobiernan. Ojalá esta pandemia y la resaca posterior haga que nos hartemos de populistas y propagandistas y desterremos del poder a quienes no se lo merecen. Ojalá los neonatos del confinamiento se libren de esta lacra para la sociedad en la que se han convertido la mayoría de los políticos. Pero con la educación que les espera no es muy probable.

Los niños que ahora nacen no podrán ver cabalgar a los Reyes Magos este año, aunque ojalá si puedan verlos al año próximo. Y dada su corta edad se librarán de la demagogia que nos espera en 2021 con la santa vacuna. No será obligatoria, pero tendremos que vacunarnos si queremos coger un avión o un tren, ir al fútbol, asistir a un concierto o incluso ver una película en el cine (para asistir a una ópera en el Liceu no hará falta, simplemente porque seguirá cerrado). Por supuesto ellos tendrán que estar vacunados para poder ir a una guardería o a un colegio. Ojalá no nos arrepintamos por haber corrido tanto con unas vacunas que, digan lo que digan, aún están en fase experimental y se desconoce sus efectos a largo plazo por el simple hecho que ese largo plazo aún no ha transcurrido. Si para tener un hijo hace falta que una mujer pase nueve meses embarazada y no se puede tener un hijo en un mes por mucho que se embaracen nueve mujeres, parece que para las vacunas se ha encontrado la piedra filosofal para aventurar los efectos a los cinco años de vacunarse transcurridos escasos cinco meses del primer humano que la probó. Esperemos al menos cinco años, si no más, para vacunar a quienes nacen ahora. Los niños no presentan síntomas graves y prácticamente no contagian. El riesgo de cometer un error irreparable en prácticamente toda la humanidad es mayor que el beneficio de vacunar precipitadamente a quien no lo necesita.