Fuera de Cataluña se ha extendido la opinión de que el procés ha fracasado. El Gobierno central se ha empeñado en hacernos creer que mediante el diálogo el mal llamado “conflicto catalán” ha entrado, por fin, en vías de solución. Nada más lejos de la realidad. La reciente (re)imposición lingüística es una muestra evidente de la fuerza y permanencia del proyecto independentista en las más altas esferas del Govern y, por aceptación, de la rendición circunstancial del PSOE sanchista y de la sumisión ideológica del podemismo eclesiástico.

Si definimos el procés como el movimiento independentista que arrancó en 2010 –con las protestas por la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto— y culminó con el golpe de octubre de 2017, es cierto que ha fracasado. Sin embargo, numerosos signos muestran que dicho movimiento va a toda máquina y con sus engranajes muy bien engrasados. Es cierto que no es en la primera línea donde se percibe con más claridad que el proyecto sigue en marcha. Es en la segunda y tercera fila donde el dinero fluye y el proyecto mantiene su vigencia.

No es casual que en las recientes declaraciones de figuras separatistas ilustres se insista en la inevitabilidad de un referéndum. El otrora sociata y ahora conseller Elena así lo ha afirmado. Junqueras lo ha hecho saber también, con sus conocidas reiteraciones plomizas, en la muy difundida entrevista que le hizo el youtuber exindependentista Jorge Carrillo de Albornoz, más conocido como Jordi Wild. Continuar repitiendo la gran falacia de que al pueblo catalán no se le permite votar para decidir su futuro, es el mínimo oxígeno –o gas helio— que despachan los líderes para mantener con vida al movimiento y su legión de creyentes, practicantes o no.

Que el procés continúa es también perceptible en la aceleración del uso y abuso de la escuela y la lengua catalana como monedas que ni se tocan ni se intercambian. También es cierto que, como la lluvia londinense, esta estrategia apenas se percibe, pero cala, aunque parezca que no te está mojando. La imposición excluyente de esta identidad cultural se asume como normal en la vida cotidiana. De ahí que no exista un conflicto lingüístico en Cataluña, como afirman independentistas activos, nacionalistas decepcionados o federalistas intermedios. Si prestamos atención a otras asociaciones –españolistas o no, de derechas o de izquierdas— sí existe dicho conflicto, tal y como demuestran con sus denuncias y sentencias favorables sobre el incumplimiento del 25%, entre otros argumentos.

En la vida cotidiana no existe un guerracivilismo lingüístico, cierto, pero sí se observan actitudes microagresivas, aunque me atrevería a afirmar que una mayoría de castellanohablantes sigue sin (querer) percibirlas como tales. No sucede lo mismo con los catalanohablantes nacionalistas, que sí notan los ataques a su lengua cuando se producen o se los imaginan, y, lo más grave, reaccionan como activos militantes –silenciosos o no— contra el uso del castellano, amparados siempre por el grupo y respaldados por los gobernantes.

Así, el independentismo –de primera, segunda o tercera fila— interpreta el uso del castellano como un ejercicio consciente de colonización o como una opción política anticatalana premeditada. Es comprensible que tengan esta errada percepción si creen que hablar un idioma es poseer una determinada cosmovisión comunitaria. Todo es mucho más complejo y paradójico que esa simplista y falsa correlación. Se ha comprobado el avance del castellano entre los jóvenes catalanes, favorecido por la mayor participación en los espacios públicos de la segunda generación de inmigrantes latinoamericanos. Podríamos concluir con una paradoja: este peligroso crecimiento de castellanohablantes es una progresión del español procedente de tierras colonizadas, que no colonizadoras, ayudado también por el éxito generacional del reguetón.

En ocasiones, la realidad es mucho más sencilla, similar a la hilarante escena que se relata en un cuentecillo, famoso entre los protestantes de este país. Dicen que, al final de los tiempos, cuando los bullangueros luteranos –quizás con una cerveza en mano— llegaron al cielo, (san) Pedro les advirtió de que entraran en silencio porque en un rincón se hallaban los bautistas, convencidos de que estaban solos. Pasaban los años y, al parecer, allí seguían, firmes en su creencia de ser los únicos merecedores del premio celestial, mientras no paraba de llegar gente, bailando.