Chocan el eterno retorno y lo inactual. Chocan, una vez más, la consensuada Soraya Sáenz de Santamaría y Dolores de Cospedal, la dama del cabañal toledano. No han metido la mano en el cazo, lo cual es mucho para un partido aparentemente austero, pero fileteado con alacenas de oro en las contraventanas. Con ellas, reaparecen los planes para defender la unidad de la España constitucional, porque ahora mismo es el discurso que ofrece cacho, sobre todo si Sánchez pone en marcha un escenario bilateral para hablar (¿de qué?) con Torra.

Soraya no es de reclamar diálogo sino de imponerlo y dar los pasos efectivos para conseguirlo, tal como hizo con Oriol Junqueras hasta la última lisonja (aquel fatídico 6 de setiembre en el Parlament). Cospedal, por su parte, es partidaria de restaurar la “confianza”, pero solo después de haber cruzado el Rubicón; ofrecerá la pax romana a los catalanes sobre el silencio de los cementerios (figurados). Hoy deciden ambas su futuro en el PP. Aspiran a la presidencia. Han caído en la trampa del gran cazador blanco, Alberto Núñez Feijóo, capaz de decir “no me presento para no defraudar a mis paisanos” y callarse “no me presento ahora, pero mañana, Dios dirá”.

Las dos lideresas, con sus dos abrigos colgados en el perchero de la Brigada Aranzadi, uno de astracán y el otro de piel químicamente hirsuta, se llevarán el glamour del papel satinado. Duelo de damas. Ya era hora de que la política se vistiera de...; no esperamos un duelo de pompones ni de trajes chaqueta, pero alguna peineta de la Virgen de los Desamparados sí se ha visto a la exministra de Defensa. Soraya habló de alcanzar la unidad perdida tras la salida de Rajoy, mientras a Cospedal se le coló una bandera preconstitucional en medio de un cortejo anunciante de diseño castrense. Es el fin del dedazo; los medios recogen de inmediato el sindiós que se ha montado en Madrid, capital entrañable siempre, de pasiones, juegos, atropellos y fuego amigo. Por su parte, el joven Pablo Casado no acaba de entender quién le ha metido la cornada intercostal de sus dos horas destructivas en las que justificó tan pancho y confiado su brillante CV académico.

La Moncloa ha enmudecido. Y la auténtica batalla por el pastel del poder a dos años vista ha abandonado la sede de Génova para meterse de lleno en los dinteles de plaza dura que darán pie a la batalla dialéctica entre Soraya y Cospe. La exministra y actual secretaria general obvia lo que piensa; nunca remite a la esencia. A menudo mira hacia la otra ladera del río, donde habita el Übermensch (el Superhombre), un ser desnudo, ya que todavía no existe, a menos que no sea el mismísimo Feijóo, vendiendo falsa cobardía y retozando en los parajes de castaño de indias y empanada de lamprea. Con la mirada, Cospe propone mediterraneizar la música de fondo del lenguaje político. Aplica la regla de Bizet, en busca de lo profundo bajo la melodía; ella es el busto castellano de la severidad en el gesto.

Soraya propone y Cospe antepone. Representan respectivamente la razón y el mito; la meritocracia y el símbolo; pero son sobre todo la ciencia combatida con las armas de la gaya ciencia, porque nunca se ha historiado lo que sirve para dar color. Soraya basa su aspiración en el patrimonio del trabajo en la argamasa de una fragua compartida con sus fieles, los Ayllón, Nadal, Moragas y compañía siempre rondando los aledaños de Rajoy, cubriendo su retirada, ajustando su última palabra. Peleará duro como saben las primeras liebres de esta carrera sin piedad, como el exdirigente de Nuevas Generaciones José Luis Bayo (medio bocado) o el vicesecretario de Comunicación, Pablo Casado, (sí, todavía liebre, y más con el recuerdo doliente del apoyo de Aznar). La exvicepresidenta deberá derrotar en primer lugar al gran gamo de piel rosácea y testuz coronada, su enemigo entrañable, el exministro de Asuntos Exteriores José Manuel García-Margallo. Fue precisamente ayer, el día de la furia, cuando Margallo negó dos veces: no a un hipotético frente común con Cospedal y no al debate sobre pensiones hasta después del Congreso. Ante los asuntos de Estado, la derecha nunca pierde el cesarismo. Será ahí, en su propensión al mando, dónde radica su atractivo.

Soraya o Cospe. Dependerá de ellas, son dos políticas con imponentes espolones, a las que solo falta convencer de que su vida íntima quedará sujeta a los grafios de la edad de bronce. Solo ganan los de la piel dura; los exploradores del ideal capaces de matar sin que se les descomponga el rostro. El gusano de la ideología les espera al otro lado de la calle, donde el socialismo de hoy también es liberal y ama el mercado. Vivimos en los tiempos en que la prepotencia económica de unos cuantos está tan mal o bien vista como el poder del Estado. El regreso de los levellers británicos ha situado en el plano de la izquierda lo que predicaron Voltaire y los ilustrados higienistas. La batalla por la supervivencia y el éxito en los negocios ya no está considerado como promotor de la desigualdad. En pocos día, Sánchez ha descabalgado de su intención de abolir los reglamentos del PP en materia de política laboral. Y si el partido de Soraya y Cospe quiere prometer un futuro sobre la base del presente logrado, deberá saber que el PSOE se le ha comido el programa, no la torta sino su despliegue legislativo.

El invento de Guiddens y Tony Blair en la Inglaterra de los primeros noventa se aplica hoy en España sin necesidad de ganar las elecciones: combatir al otro con las armas del otro es el primer paso para llegar frescos a tomar posiciones en el interface de la política mundial, dominado por el modelo Emmanuel Macron. Tal vez, este duelo de damas, sin olvidar el tercer puesto de Margallo en los primeros sondeos, sea el último refugio antes de abrazar el populismo atroz, que se come a la derecha en Italia, ha traspasado Baviera y ha llegado a Berlín.