¿Cómo le sentarían a Puigdemont el pantalón corto y las medias de los Springboks? Para salir al rectángulo no basta con explotar el narcisismo de las pequeñas diferencias; hay que enseñar algo, por lo menos la pantorrilla. Juan Antonio Samaranch cuenta en sus memorias el momento de plenitud vivido en la ceremonia inaugural de los Juegos del 92,  sentado en Montjuïc junto a Mandela, el invitado de honor.

¿Dónde estaba Puchi aquel día? Algunos de sus mejores amigos de hoy, Joaquim Forn y Marc Prenafeta (el hijo de Lluís, el plenipotenciario) entraron en el estadio con pancartas del "Freedom for Catalonia". Acció Olímpica, nacida en el seno de Òmnium, se lo copió de otro cartel más acorde con la época que decía: "Freedom for Mandela". El día que el gran líder surafricano salió de la cárcel, tras una pena de 27 años, dio un rendez vous a la prensa en Johannesburgo, en casa de Desmond Tutu. Los allí presentes se olvidaron de que eran informadores, le aplaudieron a rabiar y lloraron. ¿Cómo lo ha hecho usted para acabar con el apartheid? le preguntaron. Dijo así: "Reconciliando las aspiraciones de los negros con los temores de los blancos". Y llegó 1995, el Mundial de Rugby, ganado por la selección nacional de Sudáfrica, los Springboks. Algunos años más tarde, todos vimos Invictus, con François Pienaar como capitán del equipo y a Freeman en el papel de Mandela.

De los tres arquetipos humanos de Ernst Jünger, el trabajador, el soldado y el emboscado, Puigdemont ha elegido el tercero. Mandela, antes que nada, daba ejemplo. Puchi es un emboscado que pregunta por las condiciones de las cárceles españolas antes de volver, mientras la talibana Marta Rovira le compara con Gandhi. Y cuando el Financial Times utiliza el sarcasmo para hablar del president en el exilio, Lluís Llach no entiende la broma y propaga la idea del expresident en el papel de Luther King. Mandela acabó con aquella atrocidad. Nada que ver con el expresident miedoso que tira la piedra y esconde la mano, agazapado en la Bélgica de Leopoldo I, aquel implacable genocida, que fue dueño y señor del Congo.

Puigdemont es un emboscado que pregunta por las condiciones de las cárceles españolas antes de volver, mientras la talibana Marta Rovira le compara con Gandhi

El independentismo catalán tiene dos rostros: la estulticia y la mala leche antieconómica. Ambos aspectos se funden en un solo: la emocionalidad enfermiza que inunda la sociedad entera a base de educación sectaria y medios de comunicación "criminógenos", siguiendo el adjetivo que rescató Savater. Eso es lo que tiene; y lo que no tiene el independentismo es sentido del humor. Robert Shrimsley, director del Financial, fio su ironía al regreso de Puigdemont convertido en Mahatma o Luther King. Uno de sus consejeros, Toni Comín, pongamos por caso, le informa el día de la huida vía Marsella, de que el resto del Govern está declarando ante la Audiencia y va para adentro. "Que resistan", responde Puchi ¿Y tú que vas a hacer? "Yo me quedaré en Bruselas para lanzar consignas a nuestro pueblo". Yo, con perdón, imagino y prolongo la historieta:  Comín se retira de la estancia dando pasos hacia atrás, con la cabeza gacha y cubriéndose los ojos para no ofender con su mirada al visir. Reza para sus adentros: ¡Oh, gran mongol, qué grande eres!.

De la calle llegan espasmos de cabreo procedentes de Barcelona: ya nos hemos quedado sin Agencia del Medicamento, sin los cientos y miles millones en inversión en I+D de los grandes laboratorios del planeta. Es la desbandada. Los hermanos Gallardo, accionistas de Almirall, desentierran la pica en Flandes y se instalan cómodamente en Madrid, donde reciben parabienes, apretones de mano, pacos (los abrazos de cuñau, pero con dulzura sonora) y subvenciones a manta. Qué solos se van a quedar ahora los Esteve, Ferrer Internacional, Uriach y compañía, el pelotón que alcanzó la cabeza en la segunda mitad del siglo pasado, que inventó la poderosa Farmaindustria, y que generó una de las mayores integraciones químicas europeas, desde el petróleo hasta la perfumería. Pero qué saben de todo eso los amigos de estelada y pandereta.

A los laboratorios que quedan en pie habrá que avisarles de las intenciones de los Comités de Defensa de la República, una organización creada por los estrategas de CUP, pero financiada e impulsada por Oriol Junqueras, el Gran Muftí, sumo sacerdote del procés. Esto de los comités es lo más cubano que he visto en mi vida, pero por lo menos en Cuba, Fidel dijo, ante la policía y ante los jueces de la dictadura de Fulgencio Batista, aquello de "la historia me absolverá". Fidel, que no me parece ningún ejemplo francamente, rechazó la autoridad judicial con una defensa política; y lo hizo después del asalto al cuartel de Moncada, cuando el asunto llevaba ya unos cuentos muertos.

Junqueras domina el arte del cameo: entradas y salidas como personaje secundario, estilo revisor de Renfe. Es el intrascendente que acabará dominando el desenlace o, por lo menos, es lo que él cree

La broma del Financial acabó con la conversación ficticia entre Puigdemont y Junqueras, llena de justificaciones por parte de un expresidente que no quiere ni ir a la cárcel. Por su parte, el exvicepresidente Junqueras es el Mcguffin perfecto de esta última parte del relato; su imagen de prisionero de Zenda invade a diario nuestras vidas, como si quisiera recordarnos para siempre que este sacrificio le honra. Desde luego no es ninguna ganga lo de las rejas, pero si retrocedemos un poco veremos al mismo hombretón malvado jugando a Capitán Nemo en una sala de mandos que obedecen sus órdenes de empobrecernos, desnaturalizarnos y aislarnos. Junqueras domina el arte del cameo: entradas y salidas como personaje secundario, estilo revisor de Renfe. Es el intrascendente que acabará dominando el desenlace o, por lo menos, es lo que él cree.

Hemos atravesado ya el siglo de las patologías del carisma. Ahora, la seducción política se construye desde la personalidad del líder; queremos cercanía para indagar al conductor de masas. Oriol Junqueras es el soberano negativo que cuando consigue una parcela de poder inicia el détournement --cojo esto que no es mío y lo dejo allí; esto otro lo destino a mi guardia personal; fundo tres embajadas catalanas más, etc.--, un palabro del mayo francés con el que nos sorprendió la Fiscalía belga. Es decir, el détournement es la rapiña revolucionaria. Pues eso es lo que hacían Junqueras en Rambla de Catalunya y Puigdemont en el Palau: gastarse el erario público en estructuras de Estado y otras nimiedades que saldrán a la luz a lo largo de su trayectoria procesal.

Puigdemont tocó el cielo. No se contentó con jugar en los Springboks; dejó que Rovira le invistiera de Freeman. Tiene encima una orden de busca y captura, y los belgas --flamenos o valones, tanto da-- no son precisamente generosos.