Con permiso de Bernardo Atxaga, que escribe en vasco y en castellano, creo que a Euskadi le ocurre lo contrario que a Cataluña. Allí la normalidad se asume en tres líneas educativas: el trilingüismo (vasco-inglés-castellano) y los dos bilingüismos: el vasco con horas de castellano y castellano con horas de vasco. Y listos. No hay como ser de Sanse o haber nacido en un caserío de Asteasu para hincarle el diente al euskera en casa y al castellano (y también al euskera) en la escuela, como le ocurrió al propio Atxaga.

Sea lo que sea, que no lo sé, el caso catalán es tan complejo que solo me sirven los buenos ejemplos, como el de Jaume Vallcorba, el gran editor fallecido en 2014, un hombre sabio germinado para el oficio con la poesía completa de Ausiàs March editada por Ferraté. Solo eso. A modo de preámbulo, Vallcorba elevó la edición al séptimo cielo con el Sueño de Polífilo, el bello incunable lanzado por el tipógrafo veneciano del siglo XV, Aldo Manuzio, coetáneo de Erasmo. Y un poco más tarde situó gradualmente en el catálogo de Quaderns Crema a Quim Monzó, Sergi Pàmies, Empar Moliner, Ferran Torrent, Ramon Solsona, Francesc Serés, Pere Guixà, etc., "la Nouvelle Vague de la literatura catalana de los años 80 y 90", según escribió elogiosamente Le Nouvel Observateur.

Los Crema son parte del legado catalán del editor. Su colección Acantilado es el compendio de la cultura europea de la que los españoles somos hijos bastardos desde que Michel de Montaigne cerró la puerta del Renacimiento para abrir el gran armario ropero del racionalismo. Las dos lenguas pueden llegar a conocerse y ambas sirven de pórtico para entender el mundo inabarcable que hay más allá de los Pirineos. Por ejemplo, para ir de Viena a Budapest en la cubierta de un bateau, es igual de útil llevar bajo el brazo El Danubio de Anagrama, que el El Danubi de 1984-Butxaca. La Mitteleuropa de Claudio Magris es la misma; no precisamente la que fue sino la que lloraron sus poetas, después de los bandolerismos nazi y soviético.

Hoy chocan la monoglosia catalana y el postureo españolista, una lucha fratricida en la que pierden las dos partes

El catalán es una lengua normativa donde las haya. "Este país contiene un fermento soterrado de preocupaciones lingüísticas", escribió Josep Pla a propósito de Pompeu Fabra, a quien admiraba sinceramente. La broma del genial ampurdanés era un dardo contra la nación llena de bizantinistas, como aquel señor Casas Carbó asiduo a las tertulias del Ateneu de Barcelona cargado de planteamientos inútiles. Ahora, la eclosión del independentismo no ha mejorado la percepción que tenemos de una gramática, que practica el ecumenismo laico en todo el territorio. En la escuela y en los centros oficiales no se impone el uso corriente del catalán sino el que normativizan los lingüistas orgánicos, auténticas falanges del pronombre débil y el atzucac. El conservadurismo tiene sus mazmorras. Los catalanes poseemos una maravillosa lengua literaria común --la de Riba, Carner y Sagarra-- y a la hora de callejear no nos hacen falta los reduccionismos al estilo, con perdón, del euskera batúa.

El soberanismo no ha desenterrado el substrato para elevarlo a categoría, como sí hizo la Reneixença. La comedia de una hipotética clase dirigente del procés es una impostura que empezó el día en que el sociólogo José Luis Álvarez publicó en El País un célebre artículo titulado La lucha final de la burguesía catalana (agosto de 2012). Algunos lo consideraron profético porque explicaba los complejos procesos que han conducido a la hegemonía ideológica del catalanismo y su tránsito hacia el independentismo, según la versión errática de Antonio Santamaría en El Viejo Topo. El procés está dirigido por políticos de medio pelo y una buena escuela de comunicación; solo eso. Señor Álvarez, sepa usted que la burguesía del vapor se ha quedado una vez más en sus cuarteles de invierno. Pero el Gobierno del PP comete tales errores de bulto que no hacen sino echar gasolina al fuego. Esta semana se ha salido de madre el bisoño Pablo Casado, en su afán ridículo por convencer a los de casa ("una escuela castellana en cada ciudad y pueblo"), y se ha equivocado la ministra Dolors Montserrat al hacer público un cambio normativo que solo le corresponde al Parlament, sentencias a parte del TC y el TSJC (deben cumplirse).

El catalán cuenta con el motor de la escuela pública, que estudia la Generación del 27 traducida al catalán (¡semejante estropicio!)

El soberanismo no tiene fuentes; con decir que su brazo fuerte es el exconvergente Puigdemont se entenderá que el movimiento sea una ameba que se adapta al paisaje, como el color de los camaleones. Hoy chocan la monoglosia catalana y el postureo españolista, una lucha fratricida en la que pierden las dos partes. El catalán cuenta con el motor de la escuela pública, que estudia la Generación del 27 traducida al catalán (¡semejante estropicio!). El castellano, por su parte, pierde aquel portentoso impacto coloquial que provoca el pánico en el Institut d'Estudis Catalans, impúdicamente convencido de que la lengua de Cervantes es la brasa ardiente del panespañolismo matón. Pues no. Salgo en defensa de nuestro castellano: de Delibes, de Torrente o de Juan Marsé, o si lo prefieren, de Borges y Rulfo.

El fracaso del bilingüismo es el fracaso de la normalidad. Los jóvenes hablan hoy ambas lenguas pero sacan pésima nota en comprensión lectora (Bolonia dixit). Se les prepara para aterrizar en el mundo del inglés chapurreado, desconsiderando absolutamente su primera obligación: sentirse ciudadanos. Por este camino, el catalán se volverá una lengua de palimpsesto y el castellano desaparecerá para fusionarse con el globalish.

Si seguimos tonteando, nuestras palabras vernáculas o escogidas al azar (las mejores) se extinguirán y solo serán reproducidas por papagayos, como hacen con el guaraní estos pájaros longevos de las tierras amazónicas. En busca de esta verdad, Henri Michaux bajó desde los Andes a la selva de Oriente para escribir Ecuador, su diario de viaje sin retorno. Entrelazó la palabra, el pájaro y la ayahuasca. Y dejó escrito este epitafio: "Algún día, nuestras voces serán solo huellas en valles profundos".