Cuando un reaccionario como Antoni Abad (presidente de Cecot) te lleva a la huelga es que te lleva al huerto. Pero si quien le acompaña es el secretario general de CCOO de Cataluña, Javier Pacheco, es que ha llegado el fin de una era. El compromiso histórico entre una patronal acartonada en la arcaica Escola Industrial de Terrassa y los sindicatos de clase nos lo dice claro: las centrales se han condenado a ser una arquitectura menor en la que se cruzan intereses, carguitos y hegemonías funcionariales. Los planes de carrera de los militantes crecen en el sindicato envilecido. ¡Qué bien hiciste Joan Coscubiela al cambiar la presidencia de la Comisión Obrera Nacional (la mítica CONC) por la política! ¡Qué gran día, Joan Carles Gallego, el que te fuiste del mismo trono que en otro tiempo había sido ejemplo de moralidad, y que hoy es un refugio de absentistas!

Ayer vivimos una huelga general política arrancada a partir del frentismo vacío de CGT, la entraña corporativa que defiende a sectores enquistados en empresas de servicios (el Metro, ejemplo emblemático de esta ignominia), cuyas huelgas crecen por medio del chantaje. Puigdemont ni se lo piensa dos veces; es el todo vale. Junqueras, por su parte, conoce el percal, pero se inclina ante la historiografía que lava en los ateneos populares la sangre de los inocentes enviados a primera línea.

Comisiones y UGT han buscado con afán su presencia societaria para crecer más allá de una clase salarial descapitalizada y con una bajísima filiación. Piensan recomponer su magra clientela en el combate de la opinión; sueñan ganar en el rico tejido de la sociedad civil catalana lo que han perdido en las fábricas. Y así llegan a la cola de la política donde viven los utilizables, los propulsores de movimientos totalizantes como el nacionalismo, la enfermedad de las sociedades abandonadas por el humanismo radical que un día lució sus mejores galas. A los sindicatos no les pedimos la neutralidad ficticia de los aparatos patronales. Les exigimos el lugar de la excelencia que puede ofrecer su viejo instinto de clase, lejos de las tendencias plebiscitarias que reducen los problemas a simples esquemas binarios (el referéndum). Y nunca entenderemos por qué han caído tan bajo, como no sea por un plato de lentejas.

Nunca entenderemos por qué los sindicatos han caído tan bajo, como no sea por un plato de lentejas

Aun con todo, los sindicatos han de saber que el primum vivere no es el "París bien vale una misa", atribuido a Enrique de Navarra, aquel hugonote convertido al catolicismo para aspirar al trono de Francia. Si siguen a Puigdemont, atravesarán desiertos para hacer sucesivamente la encerrona; la lucha; la matanza, la victoria y la caída, capítulos de aquel Brumario francés glosado por la pluma de Victor Hugo, tan dispuesto a la batalla de las letras como al fragor de la pólvora. Serán una réplica de la CNT que tuvo de guía a Francesc Layret, púrpura de honor incalculable, pero sin reparar en que muy pronto valdrán más barcos sin honra que honra con barcos.

Nuestra sociedad ha saltado de aquel principio del 15-M que decía "nuestros sueños no caben en vuestras urnas" hasta el corazón de la rebelión catalana. El primero viajó de la utopía a la gobernanza o de la ira al discurso; la segunda ha ido del golpe institucional a la soledad de la calle, donde mandan ANC, Ómnium y el Comité de defensa del Poble Sec, pongamos por caso, y donde vagan millares de jóvenes en algarabía constante clamando contra Leviatán (el Estado español) en nombre del soberano negativo (Puigdemont). Veníamos de la insumisión y hemos instalado la barricada en las calles oscuras de Ciutat Vella, que hacen las veces de Guillerías en la ensulsiada ultramontana de Savall. Hemos viajado del rojo al gorro frigio; y del negro a la boina orlada del último requeté. Nuestro miedo, diría Innerarity, está siendo agitado por quienes quieren gestionarlo.

De gestión del miedo saben algo Diego López de los Cobos, coordinador del mando único de la operación Copérnico que nos costó 800 heridos, y el secretario de Estado de Interior, José Antonio Nieto. Saben algo, pero de lo que no saben es de gestión de la fuerza, a la vista del pastel del pasado domingo. Para qué tanto ruido y tan pocas nueces si, al final, el Govern hizo públicas sus cifras de voto a mano alzada y voluntad propia. Lo de los 2,2 millones es un pucherazo que estaba cantado, pero señores de Interior, para evitar esta mascarada no hacía falta tanto palo. La historia no les juzgará, lo hará Europa y será hoy mismo y también mañana en el Parlamento de Estrasburgo. Los informes de Rupert Colville, portavoz de los Derechos Humanos de la ONU, y el diputado estonio, Artur Talvik, corren por las mesas de los altos cargos de la Comisión e inundan las cancillerías. Al final, Raül Romeva se la ha colado a Dastis.

Para qué tanto ruido y tan pocas nueces si, al final, el Govern hizo públicas sus cifras de voto a mano alzada y voluntad propia

A medio camino entre el lock out y la huelga pura y dura, lo de ayer tuvo el toque 1988 (Nicolás Redondo contra Felipe González) y el sabor antiguo de la Huelga de Tranvías. No convenció a nadie, menos a los 170.000 funcionarios públicos a los que la Generalitat, a final de mes, no les restará horas de sueldo. Este 3 de octubre será recordado como la huelga de lo público contra lo privado. El señor del colmado de la esquina está cabreado porque ha perdido un día de facturación y sus dos empleados ocho horas en su salario. En la sociedad posheroica, el personal se pasa por el forro las apelaciones a la épica y el resistencialismo. Pero, atención, quedan los alterheroicos, una especie de asilo de la nostalgia; y son muchos.

Luchar contra los excesos de la policía es más romántico que hacerlo por un repunte del sueldo. Conscientes de ellos, las confederales de UGT y CCOO, secundaron ayer la llamada sin entusiasmo. La democracia ha metido a las centrales en el vacío posmoderno y ha convertido a los rebeldes en bohemios cool. Estos últimos han perdió en comprensión lo que han ganado en satisfacción. ¿Están ya incapacitados para el combate social? En el lenguaje de los sindicatos, sí. En el del poder, no. Ahí, en el poder, se entrecruzan con los intereses de Cecot, la otra cara, resumen de la sencillez que aprobaría Guillermo, el monje de Ockham que nos protege.

La guerra social utiliza el lenguaje de las masas, no el de la ley, lo que explicaría la visibilidad de la narrativa (Puigdemont), frente a la oscuridad de la razón (Rajoy). Y las centrales, UGT y CCOO se han subido a la primera en busca de discurso como lo hizo la CNT republicana en los años 30. Pero han utilizado el mismo peldaño: la nación, el último eslabón del pensamiento débil.