La ministra de Transición Ecológica, Teresa Ribera, lleva semanas discutiendo el destino de los fondos europeos de recuperación con comunidades autónomas y empresas, pero de Cataluña no sabe nada. Aquí la ministra no se ha visto con nadie del poder autonómico. De momento, el hipotético Govern de Pere Aragonés es una demolición retardada con un solo frente: la negociación desconocida entre ERC y Junts. El plazo dado por Esquerra para cerrar un acuerdo de investidura entre Sant Jordi y el 1 de mayo no ha gustado a JxCat. El partido de Carles Puigdemont insiste en que su objetivo es un pacto para un gobierno estable y no una simple investidura. Imposible.

Mientras tanto, el miedo a la verdad pende bajo los puentes en diversos puntos del país con este leyenda: “volem la independència, primer avís”. En la autovía C-17, los muñecos de los partidos constitucionalistas figuraban el pasado fin de semana colgados boca abajo, un toque mafioso de L’Estaca, la misma organización radical que también ha colocado efigies y pancartas en diversas localidades. La ideología del rumor se constituye en amenaza; la rumorología sin palabras difunde el miedo, como ocurre en la serie post apocalíptica de televisión, Walking dead, basada en los cómics de Robert Kirkman, Tony Moore y Charlie Adlard

Mientras Madrid hierve, Cataluña se cuece a fuego lento. En la capital, la hipérbole electoral de Ayuso se come el giro al centro de Casado; Génova está siendo gobernada por la Puerta del Sol del mismo modo que Moncloa le marca los pasos a la sede socialista de Ferraz. En el centro de España se impone la exageración dionisíaca, cuando en Cataluña se produce todo lo contrario: la sociedad languidece ante el apagón dialéctico del soberanismo.

Ahora mismo, aquí no hay debate. Atravesamos el territorio zombi de los gobernantes sin Govern. Nadie se expresa con claridad; la negociación entre las dos familias del procés se ha hecho implícita. El silencio es la norma, como en Milkman, la historia de Kate Bush que trata sobre el trauma de crecer en los años setenta en Belfast, durante el conflicto norirlandés. La Belfast distorsionada fue una sociedad cerrada y totalitaria en la que, si no te identificabas con la nación, no existías. Esta misma pulsión --nacional, no patriótica-- ha llegado a nosotros y va camino de convertir en norma la violencia (de momento simbólica) a largo plazo. El contenido de la revolución catalana se expresa ahora en la calle a través del rumor, más allá de atropellos mediáticos, como el del programa de TV3, Preguntes Freqüents, ante el solitario autor de Independencia.

Han desaparecido los nombres y la representación en el desierto distópico de los indepes. De repente, Cataluña es la Comala de Juan Rulfo o la Macedonia real y sin límites fronterizos, una región mediterránea en la que nunca sabes si estás en Grecia norte, en Turquía o en Albania; un mundo por descubrir en el que “el viajero crea el país por el que viaja” (Nikos Kazantzakis). Cuando no hay palabras claras, el rumor es una forma eficaz de anti-democracia, muy abierta gracias a las redes, cuya influencia limita la eficacia de las manifestaciones y las performances callejeras. Puesto que la mayoría elige una forma de participación intermitente, esporádica (ver la baja participación electoral, el pasado febrero, con una caída de 22 puntos), Cataluña ha relativizado sus límites; la rumorología decide la geografía; el miedo dicta la cartográfica. La masa informada se ve influida por las ondas de lo que se oye.

Elsa Artadi (JxCat) justifica así los silencios oficiales: "la prudencia a la hora de hacer declaraciones también ayudaría a seguir tejiendo relaciones que en este momento podrían ser más sólidas de lo que son". Salvador Illa (PSC) le llama a esto “negociar entre comillas”. Sea como sea, estamos en el túnel del silencio; somos una sociedad frágil y de gatillo fácil. Lo que se dice es aparentemente inocuo, pero en el fondo, solo se acepta el criterio unívoco de los nacionalistas. Por este camino, vamos en dirección a un cuarto oscuro rodeado por estas cuatro paredes:  brutalidad, identidad, vigilancia y resistencia. El síntoma más claro del autoritarismo es la política sin voz; su silencio, irá acompañado de la complicidad, cuando a grandes males se impongan los grandes remedios. Los muñecos que cuelgan de los puentes no anuncian nada bueno.