La agenda catalana recupera el resuello. Se prepara para los comicios de otoño con ERC liderando los sondeos, pero alejada del potencial tripartito con socialistas y Comuns. El  frente constitucional, por su parte, con Ciudadanos y Manuel Valls, jugará la carta socialista, aunque la considera perdida y piensa ya en incluir al PP, desestimando tender puentes con Comuns. En estos dos frentes hay partidos que, si afrontan la cita electoral unidos, pierden: ERC y PSC son el ejemplo de lo que yo te quito en votos es igual a la lo que tú me me quitas a mí en escaños; y esta misma situación se reproduciría en el hipotético bloque constitucional, en el que, si entrara el PSC, Ciudadanos no sacaría ninguna ventaja y viceversa, porque ambos buscarían crecer con el voto españolista, en el mismo cesto. Este doble empate desactiva la política de bloques.

En realidad, es el clima político de Madrid el que ha puesto a Cataluña en el disparadero. Después del apoyo de Arrimadas a la prórroga del decreto del estado de alarma, Pablo Casado se ha desnortado y ha tenido que acudir a su manantial de ideas, que es José María Aznar, presidente de Faes. Ciudadanos ha recuperado terreno como partido de centro y sin más dilación, su mascarón de proa económico, Luis Garicano, negocia ya con el equipo económico del Gobierno los Presupuestos de Emergencia para 2021; la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, lleva la iniciativa con el respaldo del riguroso José Luis Escrivá, titular de Seguridad Social, Inclusión y Migraciones. El punto de partida es la suma entre los fondos de rescate del MEDE, el bazuca del BCE, el presupuesto especial prometido por la Comisión Europea y el aporte de la política europea de empleo a los ERTE. Un balance pobre que además tiene encima la guillotina de Karlsruhe, el Constitucional alemán.

Es poco, pero equivale a ponerse a gritar en medio de la Rambla de Canaletas que ha empezado a galvanizar un pacto entre Ciudadanos y el Gobierno de coalición. Arrimadas, naturalmente, pone el acento en que todo esto se hace sin menoscabo del Trío de Colón.

La concertación, un trágala para Garamendi, va un paso por delante de la política y posee una imagen de marca catalana; empezó en Fomento del Trabajo, en la etapa de Ferrer-Salat. Sea como sea, nadie duda ya de que el pacto entre las fuerzas sociales y el Gobierno, oficializado ayer, es el denominador común del Presupuesto para 2021, el mismo que han empezado a diseñar el equipo económico de Sánchez y el de Ciudadanos y que está siendo aplaudido por el vicepresidente, Pablo Iglesias, con su saludo de bienvenida a la “derecha civilizada”.

Hay poco tiempo de margen. Después del verano, Cataluña entrará en la pelea de las listas y los pactos autonómicos preelectorales, que son siempre motivo de cuchillazos por debajo de la mesa. La sombra de España proyecta aquí el anhelo del bloque constitucionalista, que exigiría al PSC ponerse de acuerdo con Ciudadanos y con el grupo del ex premier francés, Manuel Valls. Este pacto exigiría una generosidad imposible a Miquel Iceta y a Inés Arrimadas porque, su presumible empate, les perjudicaría a ambos. Si al bloque le añadimos Comuns, el toque pulsional de la política se hace demoníaco, porque Ciudadanos no soporta ser una tangente del izquierdismo y porque el PSC quiere recuperar el espacio que Comuns-Podemos le arrebató al quedarse con la alcaldía de Barcelona gracias al voto del concejal Manuel Valls, que evitó investir a Ernest Maragall (ERC).

La alcaldesa, antes homúnculo de una marea reivindicativa, es ahora la única cúspide de la que pueden presumir las confluencias de Podemos. Si Ada juega la carta constitucionalista, la formación de Iglesias colocará su larga mano en la crisis territorial, el gran anhelo pendiente antes de abordar su peligroso cambio en la forma de Estado. Los relevos de República por Monarquía llenan el buzón de la España negra.

Cataluña, el “palacio convertido en chabola” (cómo decía Joseph Roth respecto a la Austria nacionalista, después del imperio) se ha volcado en la estilizada representación de sí misma, dejando de lado los mensajes sociales que un día fueron su bandera. En consonancia con esta tendencia, las huestes moradas catalanas han puesto por delante la marca del Ebro; han optado por el valor de lo ligero frente a la exigencia de lo difícil, cuando la dificultad era solo una caricatura de lo que nos espera, después de Covid; las gentes de Iglesias han caído ante el encanto de lo invulnerable, la nación impenetrable; han preferido ser un adorno, un gesto amable, junto al ideal cosificado de nación que pretenden tiranizar ERC y JxCat.

Si siguen admirando el mito del origen serán un sello del “país al que le puede la estética” (Unamuno) o un toque de color del pueblo “sentimental” (Soldevila). La esperanza de una España vertebrada es una Cataluña liberal; la misma que no ama a los Hijos de Chávez.