Es del dominio público que en España se entierra muy bien: aunque en vida se te haya puesto verde o se te haya condenado al ninguneo, cuando la diñas, puedes estar seguro de que todo el mundo hablará bien de ti durante unos días, antes de condenarte al olvido eterno. Pero enterrar no es lo único que hacemos de maravilla los españoles. Odiar también se nos da muy bien, y le dedicamos un tiempo y un esfuerzo que, aplicados a otra actividad, podrían sernos muy útiles. Huelga decir que con las redes sociales el odio se extiende urbi et orbi y llega hasta al último rincón de la realidad. Lo acabamos de comprobar con el episodio de los Ceaucescu de Galapagar dándose el piro de Asturias ante el supuesto acoso de la extrema derecha que, entre otras, había adoptado la forma de una pintada en una carretera que rezaba Coletas, rata.

Según el punto de vista del odiador de turno, el acoso es indudable o una invención de Pablo Iglesias e Irene Montero. Hay quien hace distinciones entre el escrache comprensible y el acoso fascista intolerable, y te lo razona en Twitter o Facebook, aunque tú acabes llegando siempre a la conclusión de que los devotos de los Ceaucescu consideran que el escrache es lo que ellos tienen derecho a practicar y el acoso fascista es lo que se les aplica a ellos. En cualquier caso, sorprende la virulencia con que reaccionan tanto los que están a favor de Iglesias y Montero como los que los detestan. No hay para ponerse así, piensa uno. Aunque esos dos no son santos de mi devoción, nunca se me ocurriría amargarles las vacaciones informando a la gente de dónde se encuentran exactamente para ver si la turba se concentra ante su residencia y se dedica al escrache o el acoso, según las interpretaciones. La señora que delató el paradero de los Iglesias se podría haber ahorrado sus llamadas al linchamiento, de la misma manera que los pabloides que han intentado vengarse de ella podrían haberse abstenido, sobre todo porque se han confundido de objetivo y le han hecho la vida imposible a una frutera que no tenía nada que ver con el asunto: el odio de la señora ha sido muy bien correspondido por el de los defensores de los Iglesias, cuando una y otros se podrían haber metido sus campañas por el recto y dedicarse a eso tan humano que es vivir y dejar vivir.

Pablo Iglesias e Irene Montero deberían poder pasar sus vacaciones donde les viniera en gana sin suscitar iniciativas vengativas como la de la señora que había descubierto que los tenía al lado de casa, pero también es verdad que han contribuido a atizar el fuego de su propia hoguera con su actitud previa con respecto al escrache, al que llegaron a tildar de jarabe democrático: nada dijeron cuando se linchaba a políticos de otros partidos, e incluso se mostraba una actitud comprensiva hacia quienes les amargaban la existencia. Eso ha hecho que ahora mucha gente vea lo que les pasa y diga Que los zurzan; eso, en el mejor de los casos, ya que lo genuinamente español es sumarse al linchamiento en las redes o salir en su defensa linchando a su vez a otros profesionales del linchamiento. Reconozco que formo parte del sector Que los zurzan, pero no milito en el ala más radical. No sé si el acoso ha existido, si se lo han inventado para darse pisto, si ha sido realmente virulento caso de existir, si la pintada de la carretera estaba cerca de la residencia veraniega de los Iglesias o a 50 kilómetros de distancia o si esa pintada era reciente o llevaba meses ahí. Lo único que sé es que en este país no se desaprovecha una sola oportunidad de mostrar públicamente el odio hacia los que no piensan como tú; de ahí la sobreactuación a varias bandas en el caso de las vacaciones de los Iglesias (o los Montero, como prefieran).

Reconozco que a mí me cuesta odiar, aunque no porque sea una persona bondadosa, sino porque requiere un esfuerzo y una pasión que casan mal con mi carácter, más dado al desprecio y a la displicencia. Soy agnóstico porque para ser ateo hace falta tanta fe como para ser creyente. De la misma manera, debería esforzarme mucho para odiar como un buen español y apuntarme a linchamientos en las redes sociales. No entiendo qué placer puede derivarse de revelar el paradero de un político al que detestas o de salir en su defensa de manera vehemente y violenta. Por eso asisto al incidente veraniego de nuestros bolcheviques de estar por casa con cierto pasmo. ¿Tanto costaba dejarlos en paz o, simplemente, pasar de ellos, que viene a ser lo mismo? Mis compatriotas nunca dejan de sorprenderme, aunque no sea para bien.