La existencia de Carles Puigdemont ha alcanzado un punto diáfanamente poético. No es que escriba versos, pero la influencia de Antonio Machado se hace notar claramente en su decisión de ser siempre el niño en el bautizo, la novia en la boda y el muerto en el entierro. Tú lo invitas a la comunión de tu primogénito y él te suelta un discurso sobre el asco que da la democracia española, el mismo rollo que le endilgará a la audiencia en un funeral en vez de glosar convenientemente al difunto. Hace unos días, en Berlín, se pudo comprobar que aprovecha la más mínima ocasión para lanzar siempre el mismo mensaje, destinado a demostrar que existe y que es relevante (discutible lo primero y falso lo segundo). Aprovechando que el documental de Álvaro Longoria y Gerardo Olivares Dos Cataluñas, producido por Netflix, ganó un premio de Cinema for Peace --asociación que no tiene nada que ver con la Berlinale y cuyo presidente honorífico es Mijail Gorbachov--, dedujo que no había nadie más adecuado que él para entregar el galardón y, dicho y hecho, se subió al estrado y soltó el rollo de costumbre.

Yo no sé quién es el enajenado que lleva el día a día de Cinema in Peace, pero la idea de poner a un fugitivo de la justicia a entregar premios no parece excesivamente brillante. Sobre todo, cuando el fugitivo en cuestión sale en la película premiada --que es de un equidistante que da grima-- y, de alguna manera, bendice con su presencia la versión independentista de los hechos. La materialización de Puchi ya había inquietado a los responsables del documental y a la gente de Netflix, que no está para tener problemas con un país en el que produce películas --como la de Isabel Coixet, Elisa y Marcela, que participa en la Berlinale-- y en el que cuenta con un elevado número de suscriptores. Unos y otros confiaban en algo imposible --que Puchi se dedicara a comer y a callar, o por lo menos, a contarle sus problemas a Bob Geldof, músico y activista al que se investiga estos días en el Reino Unido por supuesta evasión fiscal: perteneciendo ambos a naciones oprimidas, Cataluña e Irlanda, y compartiendo la categoría de presunto delincuente, podrían haber hecho buenas migas--, pero la organización, tras asegurarles que Cocomocho se estaría calladito, lo lanzó a la tarima a montar su numerito.

La cosa era para cabrearse. De ahí que Longoria y Olivares devolviesen el premio de marras --puede que animados por Netflix-- y se quejaran de la manipulación infame a la que habían sido sometidos. Alguien debería pagar por esto, y no hace falta que sea Gorbachov. En Cinema for Peace hay un manipulador con muy mala intención que debería ser despedido ipso facto por el bien de la propuesta, que, en principio, parece cargada de buena intención.

Con Puchi es inútil cabrearse. El acude a dónde le invitan, sobre todo si la comilona está garantizada --se lo ha recordado recientemente Mònica Oltra, mutando así la pobre de martillo de la derechona en catalanófoba de pro-- y se puede alternar con gente interesante, como Catherine Deneuve, que estaba en su mesa (hecha una cacatúa, sí, pero menos da una piedra, Puchi, que ha llovido lo suyo desde Belle de jour). Entre la figura del turista y la del intruso, Puchi se cuela y se colará en cualquier sitio controlado por alguien desinformado o mal intencionado o las dos cosas. No tiene nada mejor que hacer: la alternativa es quedarse en Waterloo jugando al Risk con Toni Comín o cantando Baixant de la font del gat con Puig i Gordi. Y cualquier cosa es preferible a reconocer que lleva una existencia absurda que, encima, precisa de una sobreactuación constante para que todo el mundo crea que es lo que dice ser, el presidente legítimo de la Generalitat de Cataluña, y no lo que es, un piernas y un liante que cada día está peor de la azotea.