Si uno vive en Barcelona y no es independentista, pero mantiene la boca cerrada, es muy difícil que tenga algún problema de convivencia. Si dices lo que piensas, pueden empezar esos problemas. Si además escribes al respecto sin cortarte un pelo, lo máximo que puede pasarte es que te reconozca por la calle algún devoto del lacito amarillo y se te quede mirando con expresión de odio. Sí, a veces, a algunos indepes se les va la olla y te esperan a la puerta de casa para llamarte facha, como le sucedió a la pobre Isabel Coixet, pero se cansaron muy pronto y ahora se limitan a mirarla fatal cuando se la cruzan por Gràcia, lo mismo que me pasa a mí, pero en el Eixample. Esos cenutrios te piensan cosas horribles en la cara, pero no suelen ir más allá. Te los cruzas por azar y lo más probable es que no vuelvas a verlos en tu vida, gracias a que Barcelona, aunque no sea la gran ciudad que habría podido ser sin los nacionalistas, sí es una ciudad más o menos grande.

El auténtico horror de la situación, como siempre intuí, se da en los pueblos pequeños, donde todo el mundo se conoce. Lo comprobé hace unos días, hablando con J., un catalán de orígenes andaluces y extremeños, nacido en Cornellà y trasplantado a los tres años a Collbató, que tampoco puede decirse que esté en pleno corazón de Tractoria. Me contaba J. que él siempre había estado muy a gusto en Collbató hasta que los indepes, con la bendición del alcalde, empezaron a ocupar tranquilamente el espacio público con sus lazos, sus banderolas, sus pancartas o su manipulación constante de las fiestas populares; y cuando les hizo saber que no le parecía bien y que deberían mostrar cierto respeto por quienes no pensaban como ellos, lo tildaron ipso facto de facha y de español, términos sinónimos, como sabe todo soberanista que se precie. J. se enteró de que lo ponían de vuelta y media en los bares del pueblo y observó que muchos lo miraban mal cuando se lo cruzaban. Viendo que al señor alcalde le parecía estupendo colgar lazos amarillos hasta de las ubres de las vacas, a J. se le agotó la paciencia y, junto a unos amigos, empezó a arrancarlos por la noche, a cara descubierta, hasta que lo identificaron. Unos días después, cuatro encapuchados se acercaron a su casa de madrugada y fueron dispersados a gritos por un vecino que intuyó que no traían muy buenas intenciones: no creo que pretendieran degollar a toda la familia de J., pero igual sí que aspiraban a enguarrarle la fachada con algunos comentarios amenazantes.

“Yo no quiero que mi hijo crezca en medio de esa mierda”, me comentó señalando a un chaval de seis años que lo acompañaba. Y en ese momento me di cuenta de la suerte que tengo de vivir en Barcelona y no en un pueblo, de poder decir lo que quiero sin que nadie, de momento, me haya insultado o partido la cara. Pero eso no quita para que me dé cuenta de que la Cataluña rural se está euskadizando a marchas forzadas y cada vez recuerda más al pueblo de Patria, la novela de Aramburu. Y con un supremacista infame como Chis (perdón, Quim) Torra al frente de la Gene, me temo que las cosas solo pueden ir a peor.