Me pasma que, conociendo ya sobradamente al personaje, todavía nos sorprendamos de que Chis Torra convierta su monólogo navideño en una mezcla de jeremiada anti represiva y contundente llamada a las armas. No es eso, ciertamente, lo que se espera del presidente de la Generalitat, pero es que Torra, además de no ser más que un sustituto del célebre fugitivo de Waterloo, no preside nada que no sea la Secta Amarilla: a sus miembros va dirigido el sermón de fin de año, y a los que no somos de la parroquia, que nos den por donde amargan los pepinos. ¿O es que alguien esperaba algo de sensatez de las palabras del señor de la Ratafía? Él es un hombre de piñón fijo: de la misma manera que le preguntas la hora a Pablo Casado y te contesta que ya tardas en aplicar el 155, Torra solo tiene una idea en la cabeza y la repite machaconamente en cualquier ocasión que se le presenta. Tozudo cual mula --o cerril, simplemente-- insiste en un tema que ya sabemos todos cómo acaba, pero no solo lo hace por pesadez --que también-- sino porque no tiene ningún otro en la sesera: demos gracias a Dios de que no se le haya ocurrido volver a subirse el sueldo.
El gurú se debe a su secta como el pastor a su rebaño y el artista a su público. Por eso les dice a sus discípulos lo que éstos quieren oír, aunque no tenga ni idea de cómo hacer realidad sus quimeras. Lo hace desde la televisión de la Secta Amarilla, a la que no se asoman prácticamente nunca los que no comparten su visión de Cataluña. O sea, que habla en casa para los de casa, en confianza, entre amigos, sin la siempre molesta presencia de intrusos que le arruinen la fiesta. Habla para sus dos millones de fans --que, según sus peculiares cálculos, son el 80% de los catalanes: ¡Torra, vuelva ahora mismo a clase de matemáticas!--, que son los únicos ciudadanos --compatriotas, diría él-- que le preocupan. Los demás somos bestias con forma humana, gente carente de empatía y humanidad, colonos despreciables, chusma, vaya. Y entre los miembros de la Secta Amarilla, ellos se lo guisan y ellos se lo comen, sin molestarse en invitarnos a los demás a su fiesta (a la que tampoco iríamos, claro está).
Como, según Torra, en Cataluña no hay ningún problema de división, pues aquí solo hay indepes y fachas, su visión de la comunidad que hace como que preside es forzosamente parcial. Ni se toma la molestia de decir o aparentar que quiere gobernar para todos los catalanes, pues ya cree hacerlo porque a más de la mitad de la población no nos considera catalanes, sino una pandilla de resentidos, venidos de fuera y traidores locales, empecinada en hacer imposibles sus bonitos sueños supremacista.
El discurso fue breve -siete minutos y medio-, pero sigo sin saber muy bien por qué me lo tragué, ya que no iba dirigido a mí. Tal vez para tener una prueba más de que estamos en manos de un fanático al que no se debería permitir presidir ni una asociación de vecinos, como si no tuviera ya bastantes. Inés Arrimadas lo ha tildado de peligro público. A mí se me ocurren otras descripciones, pero se las voy a ahorrar porque no resultan adecuadas en estas fechas tan entrañables. Me encantaría desearles un feliz año nuevo, pero me temo que 2019 se va a parecer mucho a 2018. Me solidarizo, eso sí, con Lucy Van Pelt, la insufrible amiga de Charlie Brown, cuando se daba cuenta, una vez más, de que le habían vuelto a endilgar un año usado.