Se nota cuando algo está en franca decadencia por las noticias que genera. Véase, sin ir más lejos, el célebre prusés, cuyas consecuencias periodísticas se reducen actualmente a los líos de la ANC y a la bronca permanente entre ERC y Junts x Cat. Parece que ya nadie está para cortar calles –a excepción de los jubilators de la Meridiana, que de vez en cuando vuelven por donde solían (espero que les siente bien tomar el fresco y que, ya puestos, aprovechen que se orean para bajar la basura)— ni, mucho menos, para ocupar el aeropuerto de Barcelona o montar escraches. Ante la magnitud (previsible) de la catástrofe, el lazismo se ve limitado a la práctica de lo que podríamos llamar independentismo de baja intensidad, que consiste en unas supuestas acciones de protesta que, si bien garantizan a quien participe en ellas que no le traerán problemas con la justicia (española), tienen pinta de no conducir a ningún lado.
La idea (de bombero catalán) más reciente para combatir la represión del pérfido Estado español sale de Girona (¿de dónde, si no, ya que para algo esa ciudad es la capital de la Cataluña catalana y, según Quim Torra, ¡oh, cráneo privilegiado!, se ve obligada a hacer todo lo que Barcelona no hace por la patria?) y viene bendecida por la señora Madrenas, alcaldesa de la ciudad que apura sus últimos tiempos de mandato municipal y se suma a ideas tan brillantes como la de los 21 días que todo procesista de pro tiene que pasar sin autotraducirse al castellano cada vez que se topa con alguien que se empeña en hablarle en esa lengua. Aunque Madrenas bendice la iniciativa, esta es cosa del CPNL (Consorcio Para la Normalización Lingüística), que empezó a ponerla en práctica en noviembre del año pasado en Santa Coloma de Farners y que, tras pasar por sitios como Breda y Llagostera, hoy dará inicio en Salt (próximas etapas de la gira salvífica: Arbúcies, Blanes, Lloret de Mar, Roses, Figueres y La Bisbal).
El CPNL está tan molesto con esos catalanes que cambian de idioma ante cualquiera que no lo hable como la secretaria de Estado de Igualdad, Ángela Rodríguez Martínez, alias Pam, con esa mayoría de mujeres españolas que prefieren la penetración a la autoexploración de su cuerpo (lo que venía siendo masturbarse), contribuyendo así, según ella, al esplendor del heteropatriarcado. Alguien en el CPNL ha seguido la táctica habitual de Hércules Poirot (o sea, poner a trabajar a sus pequeñas células grises) y ha llegado a la brillante conclusión de que 21 días es el tiempo necesario para modificar una costumbre, ya se trate de fumar o de cambiar de idioma. Y, pueblo a pueblo, el CPNL ha puesto en marcha esa terapia con la intención, supongo, de salvar una lengua moribunda que, curiosamente, goza de muy buena salud. 21 días sin apearse del catalán serán suficientes para que todos los castellanoparlantes y extranjeros que se crucen con esos ciudadanos de pro se pongan a largar en la lengua de mosén Cinto o, lo que tampoco está nada mal, no se enteren de nada de lo que se les dice y sea imposible mantener una conversación normal. Evidentemente, el CPNL no ha pensado en los castellanoparlantes que cambiamos al catalán cuando nuestro interlocutor se expresa mejor en esa lengua. No está previsto que se nos haga un homenaje ni que nos pongan en la lista para la Creu de Sant Jordi. No, la campaña va dirigida exclusivamente a esos calzonazos que, con su mala costumbre de pasar de un idioma que hablan a otro que también, están contribuyendo a la muerte del catalán.
No sé qué seguimiento va a tener esta nueva idea brillante del lazismo, pero el mero hecho de ponerla en marcha ya denota una lamentable falta de ambición por parte del CPNL. Puestos a tomar medidas que no sirvan para nada, mejor hacerlo a lo grande, digo yo. ¿Por qué conformarse con 21 días de monolingüismo cuando se puede optar por él los 365 días del año? Con medias tintas no se arreglan ni los problemas inexistentes. Aunque no conozco a nadie que lo haga, sé que existen los catalanes que no se pasan al castellano ni que los maten, lo cual se me antoja una estupidez, pero, por lo menos, reconozco que exhiben cierta coherencia y se apuntan al concepto shakespeariano de establecer algo de método en su locura (es lo que hace la señora Madrenas, según propia confesión).
Salvar un idioma en 21 días suena a esas ofertas propias de escuelas chungas de idiomas que te garantizan que en menos de un mes hablarás un alemán propio del difunto Rainer Maria Rilke. ¿Y qué se supone que tiene que hacer el que ponga en práctica (o implemente, que se dice ahora) la medida? ¿Debería ir tachando días en el calendario hasta alcanzar los 21 necesarios para salvar al catalán de su desaparición? ¿Dejará de hablar en castellano con quien solía hacerlo durante 21 días, como si todo formara parte de una extraña apuesta? ¿Se deprimirá cuando, pasados esos 21 días, compruebe que todos los castellanoparlantes con los que se cruza siguen en sus trece?
En fin, mejor una campaña idiota que los cortes de carreteras y las ocupaciones del aeropuerto. Pero si ya entonces era difícil tomarse en serio al procesismo, ahora, con esta nueva versión del viejo Plan de belleza Ponds en siete días, el pitorreo puede ir in crescendo. A ver qué seguimiento tiene esta brillante idea. Yo pienso seguir alternando el castellano y el catalán como hasta ahora, y me da la impresión de que es lo que seguirá haciendo todo el mundo. Pero algo hay que inventarse para hacerse la ilusión de que el prusés goza de una salud de hierro. Algo, claro está, que no implique ningún riesgo de acabar ante un juez. Si lo hacen los políticos indepes, ¿por qué no puede hacerlo el lazi de a pie?