Hace unos días, durante un aquelarre de ERC, el beato Junqueras tuvo el cuajo de tratar de héroes a Lluís Salvadó y Josep Maria Jové, pesos pesados del partido que pronto serán vistos en sede judicial. Me pregunto qué es lo que tuvo de heroica su participación en la charlotada de octubre del 2017, pues yo solo atisbo en ella una torpeza inverosímil: a Salvadó (que ya se había cubierto de gloria previamente con su teoría de que los cargos femeninos tenían que otorgarse siempre a la que tuviera las tetas más grandes), lo pillaron tirando papeles comprometedores por la ventana del patio interior de su despacho; Jové, por su parte, se dejó bien a la vista una libreta de la acreditada marca Moleskine en la que se especificaban las actividades a emprender para llegar convenientemente a la independencia, descuido que la policía española le agradeció enormemente. ¿Cómo se puede calificar de héroes a personas a las que el común de los mortales se refiere, respectivamente, como El obseso de las tetas gordas y El tonto de la Moleskine? Pues echándole jeta al asunto para seguir manteniendo la ficción de que el prusés no solo no ha muerto, sino que está más vivo que nunca.

Si nos fijamos bien, observaremos que toda la actividad actual del lazismo se reduce a gestos que no conlleven la menor posibilidad de acabar delante de un juez. Pensemos, sin ir más lejos, en lo de Míriam Nogueras apartando la bandera española en una rueda de prensa para sacarla del encuadre televisivo con la excusa peregrina de que no se sentía representada por ella, aunque gane un sueldo muy decente por calentar un escaño en el Congreso (alguien debería haberle llamado la atención por esa lamentable falta de educación e, incluso, considerar la posibilidad de una sanción, pero ya estamos todos al corriente del calzonacismo del Gobierno en esas cuestiones, así que todo se quedó en una grosería más del inframundo lazi). Observemos, asimismo, el numerito, ya habitual, del presidente de la Generalitat cuando le toca coincidir en un acto público con el Rey. Acaba de hacer en el Mobile lo mismo de siempre (secundado por Ada Colau en uno de sus frecuentes arrebatos republicanos), que consiste en no recibir a Felipe VI, algo a lo que debería estar obligado como principal representante del Estado en Cataluña (igual que Colau en su condición de alcaldesa de Barcelona), pero luego compartir con él mesa y mantel, como si lo suyo fuese una excentricidad inofensiva que todo el mundo acepta con ese espíritu tan común de que a los locos hay que darles siempre la razón.

El caso es dejar las cosas a medias. Yo creo que o te niegas a recibir al Rey, quedándote sin cenar, o te tragas el paripé entero, incluyendo el besamanos de bienvenida, pero no optas por el sistema la puntita nada más que tanto les gusta a nuestros mandamases locales. La fórmula No te recibo, pero me apunto al papeo es tan grosera como la retirada de banderas por parte de la señora Nogueras, pero también parece ser interpretada como una excentricidad procesista a la que no hay que conceder mucha importancia. Es como si el Estado pensara: Como no pueden hacer nada más que no sean gestos idiotas, déjalos que se hagan la ilusión de que sus chaladuras gozan de buena salud.

Otro gesto idiota relacionado con el Mobile: la manifestación antimonárquica de la ANC, que congregó a la friolera de cerca de cien jubilators a la entrada del recinto para hacer constar su disgusto ante la presencia del Rey del país de al lado. En estos casos, o montas un pedazo de manifestación con miles de personas o te quedas en casa para no hacer el ridículo: pasar frío en el exterior mientras el odiado visitante se pone las botas en un interior con calefacción es del género tonto, pero, eso sí, constituye otro de esos gestos idiotas con los que no te juegas nada serio (y si eres Dolors Feliu, a la que se le está amotinando la cuadrilla, igual te vienes un poco arriba y todo).

La finalidad de los gestos idiotas es siempre la misma: aparentar que el prusés sigue vivo y que no se ha vuelto al autonomismo. Y la lista de tales gestos, evidentemente, no estaría completa sin la presencia de Pilar Rahola, que el domingo organizó una calçotada con Jordi Pujol, el Astut Mas, el visionario Tururull y todas las fuerzas más o menos vivas de la pos-Convergencia (menos Xavier Trias, claro, que no se deja ver con nadie que ponga mínimamente en peligro sus posibilidades de auparse a la alcaldía de Barcelona). Groserías, deplorables faltas de educación, manifestaciones con cuatro gatos jubilados, papeos indigestos… En eso consiste actualmente el prusés, en una serie de actos y salidas de pata de banco a los que nadie concede la más mínima atención. Ya se cansarán, sostiene el Estado. Y yo diría que está en lo cierto: prosigue el juicio contra la Geganta del Pi, pronto les tocará el suyo al Obseso de las tetas gordas y al Tonto de la Moleskine. Y el procesista que quiera eludir tan triste destino es plenamente consciente de que lo único que puede hacer son esos gestos idiotas que, si bien no entrañan peligro alguno, tampoco sirven absolutamente para nada que no sea demostrar que la grosería política goza de muy buena salud en la Cataluña lazi.