Ayer se celebró la Fiesta Nacional de España y de la Hispanidad, donde lo sustantivo es la fiesta nacional y no tanto la hispanidad. Ahora bien, si el Gobierno socialista de Felipe González eligió en 1987 el 12 de octubre como fiesta nacional, celebración que durante el franquismo recayó en el 18 de julio, fue por la dimensión histórica del descubrimiento de América y la proyección lingüística y cultural que España adquirió a partir de entonces fuera de los límites europeos. Cualquier otro país que hubiera protagonizado una gesta semejante se sentiría muy orgulloso, lo cual no es incompatible con anotar --y lamentar-- los aspectos negativos de la conquista y del colonialismo. Pero esa es una reflexión que corresponde a los historiadores y sobre los que España como Estado ya no tiene que pedir perdón porque abandonó América hace casi 200 años. Lo que no es normal es que la imagen de España sea mucho más positiva fuera que dentro de nuestro país. Sufrimos una patología, un complejo de inferioridad absurdo, que en buena medida es imputable a la arraigada idea de una excepcionalidad histórica negativa --herencia del desastre del 98, de la cruenta Guerra Civil y la larga dictadura-- y a la acción corrosiva de los nacionalismos periféricos.

Desde hace unos años, aquellos que intentan romper nuestra democracia constitucional para provocar un cambio de régimen que permita, entre otras cosas, los referéndums de autodeterminación, han puesto la proa en la crítica a la monarquía. Argumentos no les falta porque Juan Carlos I ha estropeado fatalmente su biografía por la corrupción y sus “amistades peligrosas”. Su papel indudablemente positivo durante la Transición ha quedado manchado y se hace imposible disculparlo. La Corona ha sufrido muchísimo por este desprestigio, no solo por culpa del rey emérito, sino también de las infantas, particularmente tras el escándalo del yerno Iñaki Undargarin. No obstante, lo que las encuestas reflejan es que si la monarquía como institución ha perdido apoyos por esa falta de ejemplaridad pública, tampoco la alternativa republicana suscita un gran entusiasmo. Desde el año pasado, un grupo llamado “Plataforma de Medios Independientes”, entre los que se encuentra Público, La Marea, CTXT o Alternativas Económicas, encarga una encuesta que se publica el 12 de octubre sobre la forma de Estado, la valoración de los miembros de la familia real, y el apoyo a favor de la celebración de un referéndum sobre la República, etc. Curiosamente, la necesidad de una consulta para dirimir tal cuestión ha bajado 4 puntos en un año, hasta el 43,7%, mientras a más de un 20% el asunto le trae sin cuidado o no lo tiene claro. El apoyo a la república en un referéndum también desciende un punto y medio, hasta caer por debajo del 40%, lo cual teniendo en cuenta la debilidad estructural de los que en una encuesta se declaran partidarios en abstracto de la monarquía, revela un escenario de indefinición muy importante. De las debilidades que actualmente sufre la Corona no se beneficia una alternativa republicana. En realidad, lo que sorprende en la propia encuesta es que la figura de Felipe VI obtenga una puntuación del 5,7. Es una nota bastante alta en medio de un clima de enorme animadversión desde 2017, donde una parte de los encuestados habrá respondido con cualificaciones muy bajas cuando no directamente con un cero. Pues bien, pese a todo, el rey suscita bastantes aplausos, señal que su tarea es bien valorada por una parte considerable de la sociedad.

La conclusión es que, si bien el poyo genérico a la Corona está por los suelos, entre otras cosas porque la sociedad española nunca ha sido emocionalmente monárquica y juzga desde hace unos años con severidad la falta de ejemplaridad de la familia real, tampoco hay una adhesión a la República que suscite grandes pasiones. El futuro depende de Felipe VI, y por ahora lo está haciendo bien.  Igual como monarca no es muy querido, a diferencia de Juan Carlos que en sus mejores momentos suscitó un auténtico entusiasmo popular, pero el actual jefe del Estado es respetado como alguien que no es dado a ninguna frivolidad ni exceso. Mal la monarquía, mal república, pero el rey aprueba.