La natalidad en España --entretenida con la investidura de Sánchez, el conflicto provocado por los nacionalistas en Cataluña y la guerra por el cofre del dinero de las autonomías, que será el asunto capital a la vuelta del verano si finalmente tenemos Gobierno y no hay que repetir las elecciones-- ha caído un 40%, según los datos oficiales. Tenemos la tasa de fecundidad más baja de las dos últimas décadas y estamos los penúltimos en las clasificaciones demográficas de la Unión Europea. Todo un honor.
En paralelo, el envejecimiento de la población aumenta sin que contemos alguna estrategia cierta para afrontar este grave problema. La ley de dependencia, el supuesto cuarto pilar del Estado del Bienestar, no ha funcionado desde su promulgación. Los recursos necesarios para financiarla han sido desviados por los políticos en su propio beneficio –una parte de los nuevos alcaldes acaban de subirse unilateralmente el sueldo– o para sufragar delirios tribales como el procés.
Desde hace cuatro años mueren más españoles de los que nacen: las familias no tienen vástagos o posponen en el tiempo la decisión de procrear. Enredados en las sucesivas crisis políticas, un asunto básicamente de élites, uno tiene la impresión de que tras cuatro décadas de democracia formal casi todos los grandes asuntos vitales --que no por casualidad son la fuente de los grandes negocios-- continúan sin resolver. Ni el mercado de la vivienda, ni el empleo, ni tampoco las políticas de conciliación, más visibles en el resto del continente, responden aquí a lo que podríamos considerar el interés general.
Estos asuntos no pasan de las meras promesas, cuando no son directamente parte del pertinaz engaño de nuestros próceres. Los expertos nos auguran una inminente catástrofe demográfica que, si la providencia no lo remedia, puede terminar coincidiendo en el tiempo con la nueva recesión económica que los gurús vienen pronosticando desde hace tiempo, aunque sin dar pistas sobre cuándo caerá sobre nuestras cabezas. Si tenemos en cuenta los cambios sociales de la última década, cuando el Armagedón de la burbuja inmobiliaria estalló llevándose por delante de un plumazo todo el bienestar virtual que reivindicaba como su gran logro colectivo la generación política de la Transición, desconcierta pensar cuál es el destino que nos espera en caso de que se cumplan estos pronósticos.
Todas las crisis tienen las mismas consecuencias, aunque la herida que producen sea más o menos profunda: empleos destruidos, vidas destrozadas, sueños quebrados y esa incertidumbre frente al porvenir que suele acompañar al hecho de ir cumpliendo años. En el último decenio, España no ha hecho nada para crear un modelo económico equilibrado y con un mínimo de cohesión social. Esta necesidad, urgente, apenas si aparece en la agenda política, convertida en una lucha de clanes por conquistar el poder, ocupar sillones o perdurar en esa indudable zona de confort en que se ha convertido la vida política, donde unos prosperan a velocidad sideral –véase el caso de los salvadores de Podemos– mientras el resto padece la precariedad creciente de quien, incluso trabajando, no puede cubrir sus necesidades básicas, como tener un techo o un empleo que le permita construir una vida independiente.
Las estadísticas laborales son ilusorias: están basadas en sectores estacionales –como la hostelería o el turismo– y en esa forma de supervivencia que es el trabajo por cuenta propia, que más que autónomo tendríamos que considerar autómata. No hemos avanzado en ninguno de los sectores estratégicos de cualquier economía contemporánea –la investigación aplicada, la mejora de la productividad o la industria tecnológica–, confiando en que la ola de las actividades tradicionales –el ladrillo, el ocio o los servicios– volvería a tocar la costa. Una política económica basada en el corto plazo, cuya táctica consiste en subvencionar casi todo sin evaluar el resultado de las ayudas públicas, concedidas en muchas ocasiones por criterios que nada tienen que ver con la eficacia.
Subvencionar el empleo, al mismo tiempo que se facilita su destrucción, es una contradicción conceptual, por mucho que los políticos insistan en que la reforma laboral ha sido un éxito (sobre todo para ellos, que jamás la van a padecer). Los datos señalan que los españoles hemos vuelto a comprar a crédito bienes básicos. Los alquileres, un nuevo nicho especulativo gracias al turismo de masas que ha convertido las grandes urbes en centros comerciales, están imposibles en Madrid, Barcelona o Sevilla.
Viajamos en una barca con remos mientras los economistas nos advierten del próximo naufragio: el ciclo de la economía global se está agotando y en Estados Unidos ya hacen cábalas sobre la inminente recesión. Con una tasa de paro del 15% y un salario medio inferior los 25.000 euros, el ahorro de los españoles se encuentra en mínimos históricos, al contrario de lo que sucede en Europa. Algunos gastan de nuevo más de lo que ingresan, mientras otros no tienen lo necesario para mantenerse. Parte de España se ha olvidado de la austeridad impuesta por la crisis de 2008. La nueva desaceleración podemos sencillamente no contarla. Sobre todo si se lleva por delante el sistema de pensiones. La crisis son como el tiempo: ni vuelven sobre sus pasos, ni tropiezan, justo como escribió Quevedo. Siempre llegan. Igual que un verso suelto.