Va siendo hora de aceptar las evidencias: las mascarillas, que durante meses fueron el mayor objeto de deseo para todos, movidos por esa ficción que llamamos supervivencia, no van a salvarnos. Salta a la vista. Sobre todo cuando la guerra la libramos contra nosotros mismos bajo las formas de la ignorancia, la irresponsabilidad o la hipocresía. Una batalla en contra de un determinado modelo cultural --pueden denominarlo forma de vida, si lo prefieren-- que vincula la felicidad a la compañía --la calidad, en esto, siempre ha sido un factor secundario-- y exalta el éxito identificándolo con la multitud.

Es evidente que el devenir de la pandemia en España, como el modelo territorial, es injusto y asimétrico. También es un hecho que nuestros gobernantes no están a la altura de las circunstancias. Pero, más grave que ambas cuestiones, nos parece la actitud moral de una sociedad que, salvo ilustres excepciones, parece ser incapaz del sacrificio de los eremitas: soportar la tempestad en soledad. Sin gritos.

Desde luego, no vivimos en una nación especialmente estoica, aunque si resignada, entre otras razones porque no existen cauces legales, con la justicia controlada por la partitocracia, para cambiar las cosas, incluso cuando las estadísticas fiables, que no son las del Gobierno ni las de las autonomías, cifran los muertos en más de 40.000 almas. Un país que no se pone de acuerdo ni para salvar a sus ancianos ni para cifrar a sus difuntos no puede considerarse tal. Mucho menos si, como por desgracia parece inevitable, la nueva vuelta de tuerca de la pandemia va a concentrarse dentro de apenas unas semanas en los colegios con el inicio de un curso escolar que, aunque más que previsible, se ha confiado de nuevo a la bondad del azar. 

El destino no se caracteriza por su sentido de la piedad. La rueda de la Fortuna de Boecio, que es la noria de nuestros días (y de nuestras noches), ignora nuestros sentimientos íntimos, girando, sonámbula, desde el día púrpura de nuestro nacimiento hasta las negras vísperas del fin. Lo asombroso es que, teniendo constancia de todo esto, porque la historia nos lo muestra una y otra vez, busquemos un refugio imposible en una ensoñación cuyo fondo es más bien materialista. Igual que no podíamos estar eternamente encerrados, la movilidad y la ausencia de una estrategia común nos condena a la aterradora sucesión de rebrotes (difuntos), con más contagiados y más muertos. Parece el viejo mito de Sísifo: no hacemos nada correctamente. 

Fernando Simón, la cara oficial de esta pandemia, dice:  “Que nadie se confunda. Las cosas no van bien. Tenemos transmisión y cada día va a más. Es el momento de parar. Hay que volver a tomarlo todo muy en serio”. ¿Quién diablos se lo ha tomado a broma? Diríamos que, en primer lugar, el Gobierno, que anda de vacaciones. Después, las autonomías, que reclamaban unas competencias con las que no saben qué hacer por pánico a evidenciar que la situación les supera. Y, en tercer lugar, todos aquellos miserables que se creen inmortales.

La trivialización de esta tragedia, que ha consistido en alterar la jerarquía de los géneros literarios clásicos, que asignaban una forma artística concreta y diferente según la gravedad de la materia, es mucho más destructiva que el dolor por la pérdida del trabajo, la familia o la vida. Básicamente porque asumido lo irremediable, que es la muerte, la segunda permite afrontar, si se tienen herramientas culturales, el momento postrero con dignidad, mientras que, en el primer caso, el sufrimiento sólo conduce a la obscena gestualidad de la mueca, a la impertinente risa de los entierros. A esa calamidad sin tregua que es la nueva normalidad.