Una de las interpretaciones más retrógradas que existen del concepto de nación es aquella que, a imitación de cualquier umma de creyentes, entiende una comunidad nacional como la reunión de los (presuntos) patriotas que fueron, son y serán. Esto es: los muertos, los vivos y los que (todavía) no han llegado ni siquiera a nacer. Digamos que esta es la idea de España que profesa el nacionalismo más montaraz, que presume un vínculo sagrado (e indisoluble) entre las sucesivas generaciones que habitan en un territorio o se identifican con una cultura. Asombrosamente, esta misma noción sobre lo nacional subyace en la mente de los representantes de la izquierda idiota, mayormente agrupada ahora en ese comunismo zen que representa Sumar, el partido de Sor Yolanda del Ferrol y sus pandillas plurinacionales. 

Uno de los profetas de la nueva escolástica (cultural) cuyo advenimiento anuncian los asamblearios de Sumar, donde tenemos la mayor concentración de cráneos privilegiados que vieron los siglos pasados y sin duda verán los venideros, entre los que –sin embargo– no queda ni una sola gota del legado intelectual del viejo republicanismo español, es el ministro Ernest Urtasun. Catalán, diplomático y exasesor de Raül Romeva, del que el gran Ignacio Vidal-Folch escribió una vez (en frase memorable) que en las cancillerías de Bruselas se le esperaba –por su antigua condición de consejero de Exteriores de Catalonia– “con el mismo entusiasmo que al chupetón de un leproso”.

Pues bien, el ministro de Cultura del Reino de España (en singular), nada más acceder a su cargo, nos hizo saber a tutti su resolución de “descolonizar los museos”, sin ser capaz a continuación de explicar en qué consistía tal cosa. Hace unos días, en la gala de los Premios Goya, animado por una bochornosa campaña inquisitorial fabricada por los nuevos torquemadas, anunció la creación de una oficina (parajudicial) para prestar cobijo institucional (por supuesto sin necesidad de pruebas de cargo) a cualquier denuncia de presunto “abuso machista en el mundo del cine”. La delación (caprichosa) convertida directamente en institución legal.

Nada dijo el ministro, al que en Moncloa ya le han puesto carabina, de otra clase de abusos. ¿Es que no existen? Parece ser que no. En el imaginario de Urtasun no tienen cabida ni la precariedad de los trabajadores culturales, ni el acoso laboral en la industria creativa, ni el hostigamiento por escribir y decir lo que se quiera, ni el señalamiento de quien piensa –y actúa– diferente al resto del rebaño. Las cotizaciones sociales (abusivas) que pagan muchos profesionales de la cultura tampoco son injustas. Y nadie debería equiparar los excesos “machistas” con aquellos otros abusos que pueden suceder –y que suceden– entre “miembros del colectivo LGTBI”. Ninguna de estas cosas forman parte de la realidad paralela en la que habita Urtasun. 

Sospechamos que no debe ser casualidad que, al mismo tiempo que promueve una campaña de adoctrinamiento e ingeniería cultural en los museos –la famosa resignificación–, el ministro anuncie la instalación de una guillotina (simbólica) para higienizar moralmente el mundo de la cultura o vaya a levantar acta sobre la identidad de los consumidores adultos de pornografía. Danton y Saint-Just deberían ser cancelados por tibios. Nadie puede igualar, y mucho menos dudar del bondadoso espíritu del titular de Cultura, que está convencido de que todos los españoles de 2024 tenemos que entonar el mea culpa por los actos (sangrientos) cometidos por los vasallos de la monarquía absolutista de los Habsburgo hace varios siglos.

Cualquier persona ilustrada –si es que no se ha vuelto loca– comparte ideas como la ciudadanía, el interés general y la honradez intelectual. Defiende la libertad de pensamiento de los individuos frente al Leviatán estatal y combate el totalitarismo ideológico disfrazado de bondad. Y, por supuesto, nunca extiende los hechos de armas de sus antepasados hasta el presente, del mismo modo que un hijo no tiene que comulgar para siempre con las ideas de su padre o un nieto suplicar clemencia popular por los actos cometidos por su abuelo. Para Urtasun, sin embargo, España tiene que pedir disculpas (hasta hacerse sangre) por las colonias que nunca tuvo y el imperio que ninguno de los presentes conocimos. Hacer acto de contrición, mostrar propósito de enmienda e implorar la piedad del sanedrín woke. 

El ministro debería leer la Constitución de 1812, que definió a la nación como “la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. También debería ser coherente con aquello que predica, aplicarse el cuento y descolonizarse de la figura de su abuelo, el falangista navarro Jesús Urtasun Sarasíbar, héroe del bando franquista en Estella, condecorado con honores por la dictadura y pensionado (vitalicio) por salvar a la Cristiandad de la horda marxista. ¿O es que no somos todos inevitables herederos de los hechos personales de quienes nos antecedieron?

Sumar está lleno de catequistas con guitarra. Lord Have Mercy.