No se entiende demasiado bien –o quizás se comprenda demasiado– el revuelo político que en determinadas cancillerías de la España Plural está causando la publicación de los datos estatales sobre inversión y gastos territorializados, la base estadística con la que cada una de las distintas autonomías, por supuesto haciendo uso de la contabilidad creativa, van a hacer sus balanzas fiscales particulares para argumentar lo que mejor convenga en cada sitio, que no equivale exactamente a lo necesario. Los virreinatos en los que el régimen autonómico ha convertido España, en una mutación que nos conduce a un desastre perpetuo, ya cuentan con números suficientes para hacerse (aún más) las víctimas. ¡Bravo!

Los primeros en desenfundar han sido los independentistas catalanes que, al calor de las elecciones de esta inminente primavera, exigen un cupo similar al vasco y al navarro: un fuero especial que les permita recaudar y controlar todos los impuestos estatales que se pagan en Cataluña, gastarlos a capricho y establecer –en un gesto piadosísimo– una cuota de solidaridad que se extinga con el tiempo. Esto es: cuanto antes, mejor (para ellos). La idea, tal y como está formulada, supone eliminar de la agenda política la cohesión social y territorial y alumbrar una soberanía financiera de facto, en ningún momento recogida en la Constitución.

Como es sabido, los datos fiscales publicados por Hacienda –que siempre se había resistido a hacerlos públicos hasta que el chantaje (malayo) de Junts ha obligado a la vicepresidenta Montero a desdecirse, tragándose sus propios sapos con cara de felicidad y rostro sublime de disfrute– únicamente los comprenden los expertos en la materia, así que, salvo que nos hayamos convertido en Suecia, cosa poco probable –Josep Pla ya sentenció que en Cataluña había catalanes, pero no suecos–, lo que se avecina es una espiral de manipulación política y demagogia en la que cada república autonómica avivará la semilla de la discordia entre hermanos. No parece, desde luego, una actitud muy cristiana.

Esta fiesta de la espuma entre regiones, en un país zarandeado por los nacionalismos, no es una buena noticia. Sobre todo si la fórmula del independentismo catalán es imitada por otras regiones. A pesar de las razones económicas, nunca hay que despreciar, en un escosistema históricamente populista, que es la placenta en la que se crearon –sin necesidad objetiva– las autonomías, la fortaleza de la pulsión de aldea, que defiende los delirios de la tribu aunque su resultado sea vivir peor. Las primeras impresiones sobre la territorialización de las inversiones públicas conducen a la conclusión de que Madrid, donde algunos creen que habita el diablo, se lleva la parte mayor del león, cosa que causa mucha indignación en Cataluña –donde tras cuatro décadas de autogobierno los independentistas y parte del PSC insisten en que el resto de España les saquea, cuando en realidad está pagándole la soldada a sus pensionistas– y en Euskadi, los dos territorios que mayor atención política reciben de la Moncloa. 

No es nada nuevo. Vivimos en un país esencialmente asimétrico a pesar de la aparente homologación autonómica. El viejo cuento del café para todos –ese invento del exministro andaluz Manuel Clavero– no es más que eso: una fábula hecha para los ingenuos. A pesar de la supuesta descentralización del poder político, escenificada en el sinfín de parlamentos y cámaras legislativas regionales y en instituciones que cuestan a las arcas públicas bastante más de lo que aportan, en España no ha habido ningún cambio de fondo sustantivo con respecto al país que vieron nuestros abuelos, que es el que viene de mediados del siglo XIX y principios del XX. 

Las autonomías, creadas para conjurar el eterno chantaje de los nacionalismos, no han resuelto los problemas de cohesión territorial –que son sobre todo sociales– y tampoco han ayudado a instalar en el imaginario político los conceptos (republicanos) de libertad, igualdad y fraternidad. Por el contrario, han multiplicado, replicándolas ad infinitum, las lógicas de élites cuya industria es el saqueo de los presupuestos públicos. La vieja discusión sobre autonomías de primera o de segunda –característica del cada vez más lejano momentum constituyente, que dejó abierta la puerta a cualquier cosa, incluida la soberanía de Murcia– no era sino un señuelo. Todo continúa como siempre. Tres se pelean –Madrid, Cataluña y el País Vasco– y el resto de regiones contempla el espectáculo, sabiendo de antemano que gane quien gane saldrán perdiendo.

Las invariantes españolas persisten. El poder y el dinero continúa concentrado en Madrid y Barcelona, con el añadido de Vitoria, capital política del País Vasco, las zonas con mayor nivel de renta. Ni siquiera la tolerancia (excepcional) con los privilegios económicos anteriores a la Constitución, en buena medida inventados, ha servido para atenuar los agravios. Es sabido: la victimización es un extraordinario negocio en política. Evita tener que rendir cuentas de tus propias decisiones y transfiere la responsabilidad de todo a un enemigo exterior, ya sea Madrid (para Cataluña y Euskadi) o Cataluña y el País Vasco (para Madrid). 

El teatrillo autonómico sólo ha disimulado, con independencia del partido que gobernase en cada momento, un hecho: el triángulo Madrid-Barcelona-Vitoria ignora los problemas del resto de España. Resulta enternecedor ver a un patricio de Pedralbes bufar ante la España vacía creada por la acumulación de poder de esa gran centrifugadora que es Madrid. Tanto como oír a un rentista del barrio de Salamanca quejarse de la injusticia de los fueros vascos. La España total, antítesis de la plural, asiste así, entre resignada y hastiada, al espectáculo de ver a los señores del triángulo, hablar en su nombre, o en el de todos, cuando únicamente les mueve su exclusivo beneficio. España necesita un Gobierno que algún día descubra que el país no se reduce a las guerras entre Madrid, Cataluña y Euskadi.