A estas alturas de la película –un cuento de terror para sus protagonistas; una tragicomedia expuesta ante la atónita mirada de los espectadores– no podemos asegurar con seguridad si el guión de estos primeros cien días triunfales del Gobierno frentista que (todavía) preside el Insomne Sánchez –con sus insignes señores del muro– incluye antes la autodestrucción de quienes se sientan, ufanos, en la cúspide del poder político en España o se le adelantará la escena de la disolución del PSOE tal y como lo habíamos conocido hasta ahora.

El orden de los factores siempre es importante: altera el producto resultante y, en estrictos términos de composición narrativa, de su eficaz disposición depende que la peripecia de la novela devenga en una pieza solemne o mude en un grotesco. Entre Shakespeare y Rafael Azcona, en los asuntos ibéricos, siempre nos inclinamos por la segunda opción. Cuestión de tradición. 

Repasemos: en los últimos tres meses, la alianza entre los antiguos socialistas y la izquierda imbécilRamón de España) se ha sometido a los caprichos personales de un delincuente prófugo –Puigdemont–, ha roto todos los vínculos, incluso los más remotos, con la tradición republicanalibertad, igualdad y solidaridad–, ha negociado una amnistía a la carta con una banda de sediciosos (previamente indultados) y ha visto cómo quienes les dictan las normas les dejan colgados de la brocha con el borrador de la ley más indigna de toda la historia de la democracia. Desde el mismo día de la investidura, el Gobierno, impotente e irritado, ve perder aceleradamente diputados de su exigua mayoría. 

Las urnas nunca les otorgaron los necesarios y tuvieron que comprarlos a cualquier precio, convirtiendo su necesidad en una infamia. Todas las transacciones –no digamos ya las fenicias– tienen un coste. Primero se fueron los cinco restos (cantabiles) de Podemos. Después el comunismo zen de Sor Yolanda del Ferrol, mucho más fiel a su caricatura que a sus anhelos, se estrelló en las elecciones gallegas, donde el BNG ha ocupado el noble pazo de la izquierda atlántica.

De postre, el exministro Ábalos, reconvertido en un actor memorable, igual que un Falstaff levantino, anuncia que se pasa al grupo mixto tras ser desahuciado por el sanchismo que él mismo ayudó a consolidar en el poder. ¿Qué más puede salir mal? Lo que los politólogos llaman inestabilidad es un cuento de niños. Moncloa está asediada por la realidad: nunca ganó las elecciones, es incapaz de gobernar o de aprobar unos presupuestos y su paquebote sectario, aunque lo vistan con púrpuras y alamares, hace agua. 

¿Hasta cuándo se puede alargar esta tortura? Nadie lo sabe. Ni ellos mismos, pues su vida (política) no está en sus manos. Depende por completo de los humores ajenos. Su malestar, que incluye escenas de pánico súbito, se percibe sobre todo en el nuevo rictus del Insomne. El día que adelantó las generales, tras la debacle territorial de las municipales y autonómicas, la situación era crítica, pero –se vio después– aún había partido. Impedir que el adversario disputase el lance ya suponía una victoria. Ahora es más dudoso: el César, que ya conoce la identidad de quien puede asesinarle, no es libre de levantar el pulgar cuando le plazca y en el sentido en el que se le antoje. Antes tiene que pedir permiso. Memento mori.

Los laureles de las victorias también se marchitan. Su ocaso comienza el día en el que alguien abre una grieta en el muro del poder absolutista, que es el que equipara al Leviatán de Hobbes con el antiguo señor feudal. Eso es lo que ha hecho Ábalos –sea o no culpable de la corrupción de sus subordinados– al negarse a ser sacrificado en interés de su primitivo signore: encender la diminuta chispa que puede avivar el fuego que consuma al socialismo posmoderno de Sánchez.

El poder nunca es una conquista personal, como piensan los ingenuos, los dictadores y los autócratas. Necesita una renuncia colectiva previa. Manda aquel al que los demás han decidido no discutirle nada, ya sea por conveniencia, cobardía o sintonía. Ábalos está mandando un mensaje a las bases del PSOE, hasta ahora entregadas al vasallaje: el rey está desnudo y un día, puede que bastante próximo, dejará de reinar. 

En realidad, desde que el presidente del Gobierno ganó la moción de censura contra Rajoy el partido que representaba a la izquierda europea no ha dejado de perder músculo político, relevancia social, materia gris y vida inteligente, aunque esta decadencia se haya camuflado con el pragmatismo obsceno del poder. El sanchismo ha jibarizado al PSOE, dejándolo sin baronías y sin parroquias territoriales.

La sospecha de corrupción –el caso Koldo trasciende al del Tito Berni– se extiende ya sobre los predios perdidos de Baleares y Canarias, al tiempo que contamina al Líder Supremo, al que equipara con Ayuso y su hermano, con la compra de mascarillas inservibles. Mientras estábamos encerrados en casa por decreto gubernativo y los ataúdes se agolpaban en los gimnasios, igual que en una escena del Infierno de Dante, nuestros próceres saqueaban los presupuestos como si no hubiera mañana. Unos morían ahogados en la cama y otros se hacían millonarios. La España plural malversa unida.