Finalmente, la abstención de diputados socialistas ha permitido conformar un nuevo gobierno presidido por Mariano Rajoy, finalizando, así, una de las etapas más dramáticas en la centenaria historia del PSOE. Una especie de culebrón del que nos esperan nuevos y rocambolescos episodios, aunque difícilmente superarán este ejercicio descontrolado, y retransmitido en directo, de autodestrucción que hemos vivido en los últimos meses.

Una lectura inmediata de lo acaecido se centra, de manera natural, en valorar la capacidad, la sensatez o los intereses políticos personales de muchos de los personajes que han intervenido en este dramón, ya sea Pedro Sánchez, Susana Díaz, Felipe González o las diversas voces del PSC. Sin embargo, lo vivido y lo que nos espera es, sencillamente, una excelente muestra de los males de nuestros tiempos.

Aquel modelo que tenía su sentido en la incipiente y temerosa democracia de finales de los 70 resulta ya radicalmente inadecuado para las circunstancias tan distintas de nuestros tiempos

Así, se han puesto de manifiesto males que viene arrastrando el sistema político español, y que no son monopolio en exclusiva del PSOE sino que también hacen suyos la mayoría de partidos. Y es que aquel modelo que tenía su sentido en la incipiente y temerosa democracia de finales de los 70 resulta ya radicalmente inadecuado para las circunstancias tan distintas de nuestros tiempos. Lamentablemente, no se percibe demasiada voluntad para cambiarlo.

Por otra parte, el PSOE no constituye una rareza en el panorama socialdemócrata europeo pues pocos, por no decir ninguno, de los partidos socialistas tradicionales consigue adecuarse, o tan siquiera sobrevivir, en este mundo tan dominado por el discurso liberal. Y ello por la incoherencia de coexistir una economía liberal y globalizada con unos marcos políticos estrictamente nacionales, que resultan insuficientes para articular ese discurso alternativo que reclama buena parte de la ciudadanía. Precisamente la ausencia de una alternativa, realista, al discurso dominante lleva a muchos ciudadanos a creer que sus aspiraciones son inalcanzables y, por ello, a lanzarse en brazos de opciones radicales y utópicas.

En este sentido, una alternativa socialdemócrata, en una economía tan abierta, requiere que adquiera, como mínimo, una escala europea. De no ser así, las expectativas que puedan generar opciones de escala nacional no harán más que conducir a la frustración y al deterioro de la política, como viene sucediendo en Europa desde hace años.

Por las alambicadas razones que sean, se optó por la utopía, al generar la expectativa de una alternativa liderada por el PSOE que, sencillamente, no existía

Y, finalmente, me resulta incomprensible que el PSOE, especialmente tras las segundas elecciones, no asumiera que el álgebra tiene unas reglas sencillas y explícitas. El PSOE no sumaba de ninguna manera y, por tanto, su esfuerzo sólo podía orientarse a forzar al PP, que necesitaba de sus escaños, a determinados compromisos de legislatura, desde un aumento del salario mínimo y ajustes en la reforma laboral a abordar la reformulación territorial, por ejemplo. O, incluso, a exigir la no continuidad de Mariano Rajoy. Creo que, bien razonado, la gran mayoría de votantes socialistas lo hubieran entendido. Pero, por las alambicadas razones que sean, se optó por la utopía, al generar la expectativa de una alternativa liderada por el PSOE que, sencillamente, no existía.

A la crisis del PSOE se le otorga una trascendencia histórica, y seguirá llenando espacios y espacios en los medios, en la política y en la calle. Pero no deja de ser un ejemplo más, de los muchos que se dan en Europa, de esa impotencia por formular recetas que, sin romper el sistema capitalista, sirvan para reparar las fracturas que éste nos ha dejado en los últimos tiempos. Porque se trata de reformular el modelo, ni de aceptarlo tal cual ni de trocearlo, porque modelo alternativo no hay. Tal como decía un buen amigo, "qué horrible debía ser el comunismo para que el capitalismo sea mucho mejor".