1640 fue un año nefasto para la monarquía hispánica. La crisis que comenzó fue de tal calado que se llevó por delante al todopoderoso conde-duque de Olivares y mermó definitivamente la preponderancia española en Europa y el Atlántico. La monarquía dual de la Unión Ibérica se deshizo como un azucarillo con el golpe de Estado del 1 de diciembre que estableció una nueva dinastía en Portugal: los Braganza en lugar de los Austrias. En Cataluña la primera opción rupturista de la Generalitat fue la vía republicana que, más pronto que tarde, mutó en ferviente monárquica al echarse en brazos de los Borbones franceses.

En este contexto belicista, Olivares, valido de Felipe IV, priorizó solucionar la rebelión en Cataluña y puso en marcha una operación para contrarrestar la propaganda catalana. Fruto de esta táctica se publicaron opúsculos anónimos, entre los que se colaron algunos muy críticos con el conde-duque. Su respuesta fue entonces encargar a la Inquisición que recogiese esos impresos sin autor. Y gracias a esta censura y a las anotaciones de los inquisidores –si no erraron en su atribución— sabemos que esos impresos olivaristas y felipistas habían sido redactados por Quevedo, Rioja, Adam de la Parra y Guillén de la Carrera, entre otros.

Uno de esos textos había sido puesto en boca de un fraile catalán, pero desde que en 1958 Eulogio Zudaire dio credibilidad a una anotación marginal, siempre se ha señalado al jurista y consejero Alonso Guillén de la Carrera como el autor. Así lo han reiterado John H. Elliott, Ricardo García Cárcel y Xavier Torres, entre otros. Todos han subrayado –y con razón— la detenida reivindicación que en ese opúsculo se hace del Rey como padre de la patria, fusionando patriotismo y dinasticismo. Felipe IV ya no solo era “tutor, cabeza, pastor y esposo de la patria, sino una misma cosa con ella”. Pero, en ocasiones, los historiadores pecamos de cierto reduccionismo al subrayar en exceso la idea principal respecto al resto de argumentos.

Estos días atrás, al consultar papeles de la Inquisición barcelonesa, tropecé con otro ejemplar de dicho opúsculo con una similar anotación manuscrita final: “Alonso de la Carrera” [sic]. Y leyendo con curiosidad la crítica del supuesto fraile catalán me detuve en el siguiente parecer:

“Pero volvamos al punto de reducirnos a estado de República libre. Si esto se pudiera conseguir y conservar, sin violar el derecho natural y divino, sin incurrir en manifiesta infamia, y sin peligro de evidente ruina, cosa era para deseada.

Pero no conviene vendarnos los ojos, sino reconocer, que esta es una quimera y pura vanidad, inventada por inquietos y sediciosos para engañar al Pueblo incauto, y con esta fingida sombra traerlo a su depravado intento, y aunque el nombre y sonido es de libertad, los efectos fueran de una mera tiranía, y que pudiera venir en una amarga servidumbre.

Porque las resoluciones atrevidas, aunque al principio son alegres y aplaudidas pero el tiempo descubre su dificultad y dureza, y viene a parar en tristes y desastrados fines”.

Valoren ustedes la curiosa actualidad de este comentario. Después de tres siglos y medio continúa vivo el señuelo de una República independiente como solución al “problema catalán”. Quizá tenga razón Junqueras cuando afirma, sin complejo alguno, que existe una herencia genética que singulariza a los catalanes. Es posible que semejante peculiaridad cromosómica se haya transmitido entre unos cuantos “inquietos y sediciosos”, los mismos que siguen engañando a incautos, como en 1640.