Elvira de Peñaranda: los sentimientos del abandono
La marcha de muchos hombres a las Indias en los siglos posteriores al Descubrimiento dejó a muchas mujeres abandonadas en España y esta es una de esas dramáticas historias
6 enero, 2019 00:00Desde que su marido partió para las Indias, Elvira de Peñaranda "se cubrió de luto", como una viuda, aunque no lo fuera. Y así se mostró durante la larga ausencia de su esposo, día tras día, ante los vecinos de Los Santos de Maimona, un pequeño pueblo de la baja Extremadura. Para Elvira y otras muchas mujeres de su tiempo la marcha de los maridos como consecuencia de la emigración acabó por asociarse en sus mentes con la muerte y la pérdida definitiva. Varias cartas y un proceso inquisitorial abierto en México en 1597 han permitido conocer la dramática historia de esta mujer nacida en el siglo XVI, protagonista de un abandono y de un olvido que ella misma presagió y anticipó cuando en el verano de 1595 se separó para siempre de su esposo, Juan de la Fuente, al cobijarse tras la apariencia de un viuda. Elvira quedó en el pueblo "muchacha" y "con mucho sentimiento", pero con la esperanza aún viva de que Juan regresaría a su lado antes de que transcurrieran los seis años que ambos convinieron fijar ante las autoridades para facilitar el viaje, tal como prescribía la legislación para los emigrantes casados.
Cuando las Indias se interpusieron en su camino, la pareja llevaba casi seis años "haciendo vida maridable" en la misma casa que Elvira Sánchez continuó habitando cuando se quedó sola. Fue una unión entre iguales, "gente principal y rica", como aseguraron algunos testigos al rememorar el día en que ambos --dieciséis años él y veinte ella-- se desposaron y velaron "delante de la mayor parte de la gente de la villa de los Santos". Desde el inicio de esta unión fue público también para los vecinos de la pareja los desplantes y el mal amor con los que Juan correspondió a su joven esposa. Muchas personas de la villa murmuraban "como teniendo el dicho Juan de la Fuente una mujer tan honrada y de tan buen parecer anduviese distraído y la diese mala vida". Algunos achacaban el mal comportamiento de Juan a su orfandad precoz e inexperiencia, y a la necesidad de haber tenido que gobernar su hacienda siendo muy niño. "Solo, sin saber de nadie [...] y con muchas deudas", así se confesaba Juan de la Fuente en una de las cartas que envió a su medio hermano Diego, que residía en México, la misma persona a la que recurrió después, cuando razones de fuerza mayor le empujaron a abandonar su casa y buscar cobijo en las Indias. Una "desgracia" de naturaleza económica que para huir de acreedores y del peso de la ley le forzó a embarcarse en la flota que partió hacia Nueva España al cargo del capitán general Pedro Menéndez Márquez en 1595.
La marcha de su esposo tuvo un impacto negativo en lo sentimental para Elvira, pero no quedó desamparada y sin recursos materiales, como otras mujeres vivieron tras la emigración de los varones que las sustentaban y representaban legalmente. Con su buena dote bien a cobijo, Elvira contaba también con el abrigo de los suyos, que trataban de ampararla en la soledad del marido ausente. Su madre y sus hermanos la protegían y procuraban aliviar su desconsuelo; el esposo de su hermana Isabel, "un perulero, natural de Zafra, muy rico tanto de dinero como de virtud", la regalaba como si fuera su mujer, y Elvira trataba de llenar su vacío emocional volcando su cariño con su ahijada, una hermosa niña que su hermana había alumbrado poco después de la partida de Juan a las Indias.
Tras la marcha de su esposo, la joven Elvira se quedó con el corazón roto, pellizcado por el presentimiento de que no volverían a verse nunca más. Sin hijos que aliviaran su pena y sin más compañía en su hogar que la facilitada por una sobrina y una moza de servicio que la auxiliaban para que no permaneciera sola, los días se le antojaban largos y vacíos, como hizo saber en la única carta llegada hasta nosotros que dirigiera al esposo tras la separación. El gran afecto que Elvira profesaba a Juan "un mancebo de buen cuerpo, colorado de rostro y barbinegro", no solo se desprende de sus palabras, pues otros testigos dieron buena cuenta de estos sentimientos, como también de la conducta díscola que este hombre había mantenido con otras mujeres. Elvira, acostumbrada a los deslices del marido, sabía que separado de ella en las lejanas tierras indianas estaría "embebido en las mestizas"; "de eso no me espanto, hermano -le escribía--, que en mi presencia lo hacíais, cuanto más en ausencia". Muy al principio de la separación la comunicación entre ambos fue todo lo fluida que la larga distancia y el océano permitieron. El clérigo que los casó y vecino pared con pared de su casa, vio con sus propios ojos cartas de Juan dirigidas a Elvira. También ella corroboró la llegada de esta correspondencia cuando dio acuse de recibo a las cartas remitidas por él a mediados de la Cuaresma de 1596. Sin saber que por esas fechas su marido se había casado con otra mujer en América, henchido de amor y pasión por ella, tal como él mismo le confesó a los inquisidores novohispanos, tratando de justificar de este modo una acción tan punible para los guardianes de la fe: afirmó haberse casado dos veces "no por desprecio del sacramento del matrimonio, sino por la afición de la mujer con quien se casó segunda vez".
Elvira nunca le hizo ver a su esposo que se había enterado de su traición, aunque todo el pueblo conocía el segundo matrimonio de Juan. Ella, además, había sentido con frecuencia en su corazón la punzada del olvido, "cuando la armada vino --le decía a su esposo por carta-- estaba vuestra merced en México y no me escribió. De enojada no quería escribir, pero el mucho amor me forzó". A pesar de todo, Elvira le suplicaba que volviera a su lado, materializando un perdón que fue una constante entre aquellas mujeres que se vieron abandonadas por sus maridos ausentes en Indias. El perdón podía hundir sus raíces en el amor, pero también en la soledad de unas mujeres abandonadas y desprotegidas legal y a veces económicamente, aunque éste no fuera el caso de Elvira. Sabía que, de no volver su esposo, le esperaba el convento de por vida para salvaguardar el honor linajudo de su parentela. Pero sobre todo, la ausencia definitiva del esposo suponía sufrir su carencia, "porque son largos los días y mala cosa estar sin compañía --escribía ella--; aunque no estoy sola, que una sobrina y una moza tengo, mas éstas más enfrían que calientan". La entendemos bien "debía de ser una mujer llena de pasión [...] inundada, ahogada por su tremenda necesidad de querer", como describe a una de sus mujeres Rosa Montero en su obra La carne. Por eso se vistió de luto al marchar su esposo, exteriorizando con este gesto el sentimiento del dolor que sentía en su corazón. Un acto simbólico que terminó por ser definitivo, premonitorio de lo que a partir de entonces iba a vivir. Juan nunca volvió a su lado. Su transgresión le llevó primero a las cárceles del Santo Oficio y más tarde a la de Corte de la ciudad de México, a donde fue trasladado desde las cárceles inquisitoriales porque su pobreza no le permitía sustentarse. Allí murió tras dos años y medio de reclusión. Elvira conocería la noticia por medio de su cuñado Diego Hernández, el mismo que delató a Juan ante el Santo Oficio por haber contraído un segundo matrimonio, estando su primera esposa viva. Ella debió recibir la triste nueva con su luto perpetuo en el cuerpo y en el alma.