Llevo un tiempo asombrada ante las adhesiones absolutas que demanda la sociedad actual. También por la proliferación de creyentes que no necesitan debatir para concluir que te has pasado al enemigo (al suyo) y que, por tanto, has perdido la capacidad de razonar. Qué peligroso para la democracia es el nuevo hábito de hablar exclusivamente para y con los tuyos, de jalear sin reflexionar, de huir del debate. El nuevo buenismo de lo políticamente correcto, basado en la silenciosa equidistancia de seguir las corrientes, nos empobrece intelectualmente. El pensamiento crítico es el único que defiende la democracia y ayuda a la conciliación. Cuando el debate se pierde, decía Sócrates, “la calumnia se convierte en la herramienta del perdedor”. Los que no opinan como tú no son mentirosos ni fascistas ni irracionales ni cualquier otra barbaridad. Solo piensan distinto.

Acusamos de todos nuestros males al populismo. A la extrema derecha (si eres de izquierdas), a la extrema izquierda (si eres de derechas) o a las redes sociales, que sirven como excusa fácil para redondear la queja sin entrar en el problema. Los partidos –dada la actual fragmentación— tienen más miedo que nunca a perder el poder. Sucede en el Gobierno de España, en las autonomías y en los ayuntamientos, y lleva a pactos de difícil explicación. Para justificarlos se necesitan fidelidades absolutas, clientelismos. ¿Cómo van a disentir si viven de jalear a quienes le contratan o subvencionan? La simple lealtad a unas ideas, con sus dudas razonables, ya no es suficiente.

Hay que asegurar que los periódicos –al menos los supuestamente cercanos— no te discutan la última jugada, el más reciente e incomprensible acuerdo. Sin embargo, se persigue, moral o económicamente, a quien disiente, duda o se expresa sin líneas rojas. Recientemente, entre los comentarios a un artículo de Fernando Savater, uno de los lectores, que se declaraba de izquierdas, reclamaba “el despido inmediato” del articulista. Lo mismo pasa con otros opinadores de distintos medios y signo.

Personalmente, he perdido interés en leer o escuchar a quienes ya sé lo que me van a decir antes de empezar a decirlo, incluso cuando estoy de acuerdo. Por ello, me suscribo a medios que considero capaces de ser reflexivos, críticos en su línea editorial y plurales en la elección de comentaristas. No solo debemos fomentar la diversidad de género, también la de pensamiento.

Tengo dudas de si el sistema educativo enseña a los jóvenes a argumentar sin condenar, a debatir sin insultar. Abundan ejemplos de lo contrario. Hace unos días, estudiantes independentistas de la Universidad Autónoma de Barcelona trataron de impedir el acto de una asociación de estudiantes constitucionalistas.

Tampoco me parece un ejemplo de libertad que, en Cataluña, sigamos sin coraje intelectual para hablar de la Ley de Inmersión lingüística. La Generalitat lleva décadas incumpliendo sentencias judiciales. Son muchos los “bien pensantes” a quienes les aterra contrariar el pensamiento políticamente correcto. Olvidan que se trata de buscar soluciones que nos acerquen en vez de dividirnos. ¿Un 25% de castellano en las escuelas es tan terrible? Significa impartir en castellano una asignatura más que las actuales (y, por favor, no sigan con la triquiñuela de Gimnasia o Laboratorio). El 75% restante seguiría siendo en catalán. Tiene su gracia que Rufián diga, sin sonrojarse, que “no se puede obligar a los niños a hablar en castellano”. En catalán, al parecer, sí se puede.

Sigan protegiendo y promoviendo el catalán, pero dejen de demonizar al castellano. Y, sobre todo, absténganse de utilizar los idiomas, cualquiera de los dos, para ganar votos. Sabemos que la inmersión absoluta no ha logrado sus objetivos, ni siquiera el de la integración socioeconómica, motivo que nos llevó a muchos a apoyarla. En el área metropolitana se han perdido 500.000 hablantes de catalán.

Según dicen, el catalán también está retrocediendo en la universidad. Me apena, pero si el camino es imponer en los másteres una lengua minoritaria como la nuestra, solo se conseguirá alejar de Cataluña a los mejores estudiantes y profesores foráneos; impedirá la llegada de talento. “Blindar el modelo” en las escuelas, como propone Òmnium Cultural, tampoco cambiará la realidad. Quienes pueden económicamente –entre ellos bastantes políticos independentistas— seguirán llevando a sus hijos a colegios donde la inmersión es en francés, alemán, inglés, italiano… La única inmersión prohibida, al parecer, es la del castellano.

Quienes desprecian la transición española deberían molestarse en conocer, en entender, la historia de un país que estuvo durante décadas dividido en dos –azules y rojos— y que consiguió reconciliarse tras 40 años de dictadura. Se consiguió hablando entre todos, entre opuestos, de Fraga a Carillo. Aceptando el pensamiento crítico.