Vivimos en una sociedad llena de eslóganes que explican lo que hay que hacer para ser feliz. Ciudades y pueblos aconsejan lo obvio en farolas y en muros. El arte de lo políticamente correcto ha tomado la calle y los Gobiernos se dedican a decirnos cómo vivir. Según parece, no sabíamos.
Hay que buscar la persona vitamina, vestirse de rosa para ir a los mítines (como Barbie y la vicepresidenta Yolanda Díaz) y quererse mucho: “Si tú no te quieres a ti misma, quién te va a querer”. De tanto mirarse el ombligo, ya nadie observa lo que pasa a su alrededor ni saluda al vecino. Los patinetes y bicicletas se saltan los semáforos y van en dirección contraria. Los peatones hacen ver que no los ven. No vayan a tener un pensamiento negativo contra el medio ambiente.
El sábado se levantó soleado, como casi todos los días, y salimos a pasear a Wilson. Nuestro querido perro de agua portugués echó a correr hasta el parque más cercano. “Cuidado --le gritó mi marido--, que estás entrando en un refugio climático”. El pobre animal, que aún no distingue la sorna de una orden, se paró en seco. Con tanta norma animalista ni la más educada mascota sabe lo que tiene que hacer para no ser multada. Ya le han prohibido que nos espere sentado, incluso atado, frente a los comercios; tampoco puede quedarse solo en la terraza de “nuestro” piso.
En la reciente caminata, que esta vez nos llevó desde la Diagonal hasta Les Corts y Poble-sec, pasamos por varios refugios climáticos. La primera vez que vimos un cartel con esa definición pensamos que el ayuntamiento de Ada Colau había construido un búnker con aire acondicionado. Pero no. En este mundo sustentable nada es lo que parece. Complicar lo obvio, desde el nuevo lenguaje políticamente correcto, es ya un hábito que tranquiliza a los biempensantes y da trabajo a la nueva izquierda (la que suma, puede, se compromete, actúa, se une y es “más”).
Algunas de las ideas del credo medioambiental rizan el rizo. Mi favorita sigue siendo la campaña barcelonesa Cuidem l’escocell (Cuidemos el alcorque, trocito de tierra que rodea a los árboles). Para participar en ese imprescindible proyecto ciudadano, cuyo objetivo era echar alguna simiente y dejarla crecer, se tenía que ser mayor de edad, residir, estudiar y trabajar en Barcelona, además de comprometerse durante un año “a seguir la Guía técnica de plantación”.
Una mañana del pasado verano, mientras paseábamos por la isla de Consell de Cent, un buen amigo se paró en seco y preguntó: “Qué narices quiere decir escocell y qué sentido tiene vallar los árboles”. No lo sabíamos. Pocos barceloneses de mi generación aprobarían el A2 de catalán, menos aún una partida municipal destinada a proteger los centenarios troncos de los árboles del Eixample.
En estos años de dirigentes progresistas y diversos, también han proliferado los carteles y folletos que proponen Sembrar Natura y cultivar la ciudad. Lamentablemente, la sequía que afecta a Cataluña y la fuga de agua constante de su red de distribución (que lleva más de una década sin renovarse) está cerrando huertos urbanos, duchas de gimnasios y hasta grifos caseros. Los famosos escocells han desaparecido en su mayoría.
Las ideas de bombero han sustituido a la gestión. No se puede pasear tranquilo sin darse de bruces con una nueva frase del todo innecesaria. “No estamos solos”, dice una pintada oficial en Les Corts. En una sala de estudio de la Universidad de Barcelona, leo que se está “empoderant els arxius”. Antes, los archivos de las bibliotecas se ordenaban y abrían al público. Ya no. Ahora, los empoderamos.
Acabo de aprender, tras leer atentamente los más recientes carteles municipales, que “el agua no cae del cielo”. Tras la frase ingeniosa, aparece la lista de todo lo que debemos hacer para combatir la sequía. Por si ustedes no lo habían pensado, resulta que hemos de cerrar los grifos, ducharnos en vez de bañarnos (ya no quedan bañeras) y recoger el agua de la ducha.
Hace algunos veranos cayó en mis manos el Plan para protegerse del calor. Entre las novedosas recomendaciones estaba bajar las persianas durante el día y abrir las ventanas por la noche; también sugería beber agua y no andar por la calle a mediodía. Mi abuela, que nació en Albacete a principios del siglo XX, pese a no tener estudios sabía perfectamente cuándo cerrar la casa a cal y canto.
Estamos infantilizando el mundo en el que vivimos. Los políticos, ayudados por publicistas y escritores de best-sellers de autoayuda, pasan el tiempo diciéndonos lo que debemos hacer para ser felices, ahuyentar la enfermedad mental y convertirnos en mejores personas. Olvidan que han sido escogidos para gobernar, no para difundir consejos de autoayuda. Un día de estos llegará el momento de empezar a solucionar los problemas de los ciudadanos y dejarse de sandeces. Ese día, caerá maná del cielo.