En la última sesión de control parlamentario del Gobierno, la portavoz de la oposición y el presidente del Ejecutivo iniciaron el debate con un cansino rosario de reproches y con un único punto en común. Ambos coincidieron en definir al “buen español” como aquel que cumple con la Constitución. Ninguno tuvo reparo en señalar con el índice al adversario como ejemplo de “mal español”.

El PP grita a los cuatro vientos que el PSOE pacta con partidos anticonstitucionales, que gobierna al antojo de nacionalistas periféricos de todo signo y condición, ultras con piel de cordero. El ejemplo más reciente de esa dejación del sentido de Estado es la propuesta de rebaja de la pena por sedición. Una medida motivada por dos razones. La primera, para que Junqueras, condenado por delinquir, pueda ser el próximo presidente del Gobierno catalán; la segunda, por si el próximo golpe separatista fracasa la condena sea menor. Lo del indulto a Puigdemont parece más bien humo. Sánchez se la juega a costa de la convivencia democrática, y pone en entredicho –mientras no se reforme— el principio constitucional de que la soberanía nacional reside en el pueblo español en su conjunto.

El PSOE grita a los cuatro vientos que el PP no cumple el artículo 122.3 que le obliga a pactar la renovación del CGPJ. Es imposible negar esa evidencia. Hasta el octogenario González tuvo a bien salir a escena para recordar que en democracia la ley primero se cumple, después si acaso se reforma. Algunos socialistas, sobre todo los personajes ausentes, se tentaron la ropa y cayeron en la cuenta de que los socios del Gobierno central incumplen leyes y sentencias firmes todos los días del año desde hace décadas. Mientras, Feijóo se la juega a costa de agravar aún más una crisis institucional sin precedentes, que afecta sobremanera a un mínimo y digno funcionamiento de nuestra justicia, pilar básico de nuestro Estado de derecho.

En los dos casos, los partidos mayoritarios están tensionando las ya desgastadas costuras de la Constitución. Caminan por los límites y, en ocasiones, por los márgenes de la ley. Dejó escrito Adolfo Suárez en 2003 que “toda actuación política, fuera de la Constitución, es solo, en el mejor de los casos, aventuras políticas que ponen en riesgo cierto el respeto a los derechos humanos, la convivencia democrática estable y la unidad de España (…) fundada en el reconocimiento y el respeto a la identidad de las nacionalidades y regiones”. Como tantos otros, Suárez intuyó cuál era la principal debilidad del texto acordado y votado. No era la cuestionada unidad de España, sino la aventura política. Y no digamos cuáles pueden ser las consecuencias si se gobierna de manera aventurada y muy condicionada por los contrarios a la unidad o a la concordia democrática.

Como las interpretaciones de la Biblia, las de nuestra Carta Magna son ambiguas y de ello se aprovechan todos los políticos, constitucionalistas o no. Pero, a diferencia del texto bíblico, el constitucional no es un corpus sagrado; por tanto, los contrarios o desvirtuadores de su contenido no pueden ser considerados herejes, ni como tales señalados y procesados. Que ambos textos puedan ser leídos de otro modo, incluso en función de los tiempos, lo demuestra las interpretaciones que están haciendo la teología feminista y el feminismo constitucionalista, respectivamente.

Nuestra Constitución no es solo ambigua, es también paradójica, porque permite que los mismos representantes del Estado constitucional sean militantes anticonstitucionales. Aragonès es un buen ejemplo, pero ni mucho menos el único. Todos los presidentes y demás consejeros de comunidades autónomas impiden que se cumpla el artículo 139 que establece la igualdad de los españoles en cualquier parte del territorio del Estado. Si pensamos en las consecuencias derivadas de la falta de una tarjeta sanitaria nacional, todas estas autoridades adoptan medidas anticonstitucionales en ese ámbito porque “indirectamente obstaculizan la libertad de circulación” de las personas, a no ser que cada individuo lleve encima una copia de su historial médico cada vez que salga de viaje por España.

El presente y el futuro de la Carta Magna no pasa por un elogio o refutación de la españolidad, sino como ya advirtiese Suárez por una suerte de patriotismo “constitucional” que es, en primer lugar, “un ámbito ancho en el que se hacen realidades el respeto a los derechos inalienables” de los ciudadanos y de “nuestra misma convivencia democrática”.

En apenas cinco años se cumplirá el cincuenta aniversario de la Constitución española. Urge que durante ese lustro se ponga en marcha su reforma, amplia y consensuada, adaptada a los nuevos tiempos, que racionalice la disparatada gestión de competencias de las autonomías y dé respuesta a las históricas exigencias de la ciudadanía, paradójicamente ya reconocidas en el texto actual (igualdad, derecho al trabajo, a la vivienda…). Y mientras, sería deseable por el bien de la democracia, que nuestros políticos dejasen de hacer el ridículo al señalar quién es un “mal español”, porque en ese juego identitario tan primario los primeros en quedar retratados son precisamente ellos.