A finales de marzo, cuando la pandemia de coronavirus causaba estragos en nuestro país, falleció el padre de un amigo mío. Tenía 81 años. El virus le pilló en el hospital, mientras se recuperaba de una delicada operación de corazón, de la que mi amigo pensaba que no saldría con vida. Pero lo hizo. Sin embargo, fue salir de la UCI para volver a entrar al cabo de pocos días, y ya no salir nunca más. Mi amigo, a pesar de que no se llevaba bien con su padre y apenas se hablaban, me contó la angustia vivida durante los últimos días: se había muerto solo, sin poder ver a nadie. “Casi me sabe más mal cómo ha muerto, que el hecho de que se haya muerto. Al fin y al cabo, tenía 81 años”, me dijo.

Me pareció un comentario cruel. Nos pasamos el día diciendo que la edad no es más que una etiqueta, pero a la hora de morirse, ¿entonces los jóvenes tenemos más derecho a vivir?

“¿Y si tu padre, después de muchos años portándose mal contigo y con tus hermanos, por fin había decidido rehacer su vida y arreglar las cosas con su familia? ¿No tenía derecho a vivir unos años más?”, le pregunté.

Mi amigo no supo muy bien qué responder. Para él estaba claro. La gente mayor ya ha había vivido su vida, aunque hubiera sido un asco de vida.

Sigo sin estar de acuerdo. La vida es el bien más preciado que tenemos, sea la edad que tengamos. Y una de las cosas que más me entristece es saber que hay gente mayor viviendo sola, sintiéndose abandonada por su familia, cuando debería estar aprovechando al máximo esos años que le quedan. “Mi madre apenas sale de casa, excepto para bajar a la farmacia o comprar comida. Se pasa el día viendo la tele”, me explicó otro amigo, meses antes de que estallara la pandemia. “¿Y por qué no la vas a visitar más?”, tuve ganas de preguntarle yo. 

Reconozco que me encanta la gente mayor. Te cuentan cosas de otras épocas, te dan buenos consejos, se duermen si les aburres. Me gusta especialmente la gente mayor que no ha perdido la curiosidad por el mundo, que quiere seguir aprendiendo cosas nuevas, que te escucha cuando le cuentas cosas y no va diciendo “antes era todo mejor”. Mi abuelo, que murió con 98 años, era este tipo de persona. Hasta el último día tuvo curiosidad por saber cómo me iba, qué hacía, por dónde me movía. Su interminable curiosidad, reflejada en sus ojos brillantes y llenos de vida, era lo que le mantenía joven.

Después de su muerte, me hice amiga de otro señor mayor, un periodista veterano, de 85 años, con quien salgo a comer a menudo y nos explicamos la vida. No lo veo como si fuera un viejo, sino como un amigo. No pienso que porque tenga 85 años sería más justo y comprensible que este año se lo llevara el maldito virus. Creo de verdad que la edad es una etiqueta y que es una putada morirse cuando no te quieres morir.   

Todas estas reflexiones me vinieron a la cabeza el pasado miércoles, después de leer en La Vanguardia una interesante iniciativa llamada #OldLivesMatter (“las vidas de los mayores importan”) con el fin de sensibilizar a la población y luchar contra el edadismo, la discriminación contra la gente mayor basada en falsos prejuicios, una forma de discriminación “común y banalizada” que la pandemia de la Covid-19 ha puesto aún más en evidencia.

Cartel de 'Old lives matter'

Cartel de 'Old lives matter'

“Las unidades de Urgencias se niegan a recibir a ancianos durante la epidemia de Covid-19 porque no hay plazas disponibles; vemos anuncios interminables de cremas antiarrugas que estigmatizan el envejecimiento; también, cómo se denigra al colectivo por su supuesta ineptitud ante las nuevas tecnologías; la palabra 'jubilado' determina el rechazo inmediato de la sociedad; se hace primar siempre el culto a la juventud mientras se demoniza permanente la vejez”, dice el comunicado oficial de la campaña #OldLivesMatter, impulsada por la Sociedad Francesa de Geriatría y Gerontología (SFGG) con el apoyo a por más de 40 organizaciones científicas, sanitarias y sociales de todo el mundo.

Para lograr que el mensaje cuaje en la sociedad, los organizadores han lanzado tres vídeos, protagonizados por la actriz Isabelle Adjani, donde se pone de manifiesto, con un toque de humor, como el edadismo pasa casi desapercibido frente otros tipos de discriminación muchos menos aceptados socialmente, como el machismo, el racismo o la homofobia:

- ¿Sólo había un maricón al que asignar el apartamento?

- ¿Cómo?

- No te hagas el sorprendido, ayer me dijiste que tu nuevo inquilino era un pesado que quería ligar contigo y que era tan viejo que debía tener a Jesús como compañero de clase.

--Sí, pero dije viejo, no maricón

- Por un momento pensé que eras homófobo

- ¿De verdad?

-Pues sí, me asustaste.

La puesta en marcha de la campaña coincide con el vigésimo aniversario del artículo 25 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE, donde se reconoce el derecho fundamental de la gente mayor a llevar una vida digna e independiente y a participar en la vida social y cultural. 

Todos seremos viejos algún día (si todo va bien), así que mejor empezar a preparar el terreno.