Una de las consecuencias más lamentables del procés ha sido el deterioro de la democracia, y no solo, como propaga el agit-prop independentista, porque la crisis constitucional que se ha producido ha podido acentuar las tendencias autoritarias en algunas instituciones del Estado. La democracia se ha empobrecido en Cataluña también en gran medida por la actuación de los dirigentes del proceso soberanista.

La democracia no es solo votar, como pretende hacernos creer la propaganda secesionista --también en algunas dictaduras se vota--, sino un sistema que constituye un Estado de derecho y que se basa en el imperio de la ley y en el respeto de las reglas del juego. El Estado de derecho incluye la separación de poderes y la garantía de una serie de derechos fundamentales, como la libertad de expresión y de participación política, la libertad de reunión y manifestación y el respeto a las ideas siempre que no se utilice la violencia para expresarlas.

En este sistema, el peor si se exceptúan todos los demás, como decía Churchill, tan importantes como el fondo son las formas, pese a que en los tiempos en los que nacía el ahora llamado “régimen del 78” se hablaba con cierto menosprecio de la “democracia formal” (o burguesa) para oponerla a la supuesta democracia real (o popular) que algunos situaban en los países comunistas del bloque soviético. Pero, como decía André Malraux, el Partido Comunista francés no estaba a la izquierda, sino al Este, y no hay más que ver ahora lo que ocurre en Rusia y sus antiguos países satélites (capitalismo salvaje, xenofobia, gobiernos de extrema derecha, etcétera) para comprender el daño causado por décadas de regímenes sin libertades.

Es necesario, pues, reivindicar la democracia formal en Cataluña. El respeto a las formas obliga a que el presidente de la Generalitat y el del Parlament representen institucionalmente a todos los catalanes aunque profesen una ideología y pertenezcan a un determinado partido. Y no los representan encabezando la concentración frente a la Conselleria d’Economia para conmemorar los acontecimientos de hace un año en los que 40.000 manifestantes bloquearon a la comisión judicial que efectuaba registros en el marco de la operación Anubis contra el procés.

Aunque se le pudiera reprochar su hipocresía, Artur Mas intentaba guardar las formas mientras era president. No iba a las manifestaciones de las Diadas --luego, eso sí, recibía a los organizadores-- ni participaba en otros actos como si fuera un mero agitador, como hace Quim Torra. Desde que llegó a la presidencia, el primer día se puso el lazo amarillo, ha encabezado varias manifestaciones partidistas y ha protagonizado boicots sonados al Rey y al Gobierno. Torra siempre está a punto para olvidarse de su papel institucional, romper las formas y actuar como un activista.

El último ejemplo se ha producido a propósito de la publicación del contenido de los chats que una minoría de los 5.000 jueces españoles intercambiaron hace tiempo sobre el procés y sus dirigentes. Algunas de las opiniones son muy reprochables y hasta ofensivas --otras contrarrestan los insultos--, pero es todo un despropósito convertir este asunto en un problema tan grave que merezca nada menos que una declaración institucional del presidente de la Generalitat. Desde el atril de las grandes ocasiones, Torra aprovechó para denunciar la supuesta falta de independencia de la justicia española y para proclamar que la confianza en la judicatura quedaba definitivamente rota por unos mails desafortunados de unos jueces que, además, no tendrán relación alguna con los juicios del procés.

Y esta contundente denuncia procedía del máximo representante de una nonata república en la que desaparecía la separación de poderes --el Govern nombraba a los jueces del Tribunal Supremo-- y se instauraba mediante dos leyes --la del referéndum y la de transitoriedad jurídica-- que hacían tabla rasa de lo establecido sin las mayorías requeridas y se situaban por encima de todo el ordenamiento jurídico anterior.