Cada mes de abril desde 2016, la propaganda institucional del Ayuntamiento de Barcelona nos recuerda la llegada de la “primavera republicana”, que este año se engorda con el 90 aniversario de la proclamación de la segunda República. Reflexionar sobre el pasado es siempre saludable porque nos ayuda a “pensar históricamente”, como quería Pierre Vilar, pero a condición de no abusar de él, de que nadie se lo apropie de forma partidista ni lo instrumentalice como arma arrojadiza en el debate político. Podemitas e independentistas se disputan la bandera del republicanismo, como si eso les diera la exclusividad de los ideales más nobles. Pero para Pere Aragonès su particular 14 de abril no acaba de llegar, la Generalitat republicana tras su investidura como president se le resiste y el calendario corre hacia la convocatoria de nuevas elecciones. Entre tanto, Crónica Global reveló la semana pasada que la familia del candidato republicano hizo negocios en paraísos fiscales. Parece ser que su padre y tíos, que disponen de un importante emporio hotelero, repatriaron capitales en 2013 gracias a la amnistía tributaria de Cristóbal Montoro, de la que los Pujol, entre otros, también se beneficiaron. ¡Dios mío, cuánta represión!

Imagino que este jueves los guionistas del programa satírico de TV3 Polònia nos sorprenderán con un excelso diálogo entre Francesc Macià y Lluís Companys sobre la fortuna de la familia Aragonès Poch con alguna ácida alusión al iniciador de la estirpe, José Aragonès Montsant, que fue alcalde franquista de Pineda de Mar desde mediados de los sesenta hasta 1987, entonces ya como militante de Alianza Popular. O sea, que cuando Pere Aragonès nació (1982) su abuelo, un importantísimo empresario textil y hotelero del Maresme, todavía era alcalde. Nadie ha de responder por su familia, pero es un dato biográfico que sigue pasando demasiado desapercibido. El nieto también quiso ser alcalde, tras una fulgurante carrera en la JERC que le llevó a ser diputado en el Parlament con solo 24 años, pero perdió siempre frente al socialista Xavier Amor. Igual esos dos próceres republicanos que observan la actualidad desde el cielo televisivo, le aconsejarán que por el bien del partido que ellos fundaron en 1931 renuncie públicamente a la parte de la herencia familiar que le pueda corresponder de ese capital cuyo origen no está en consonancia con la legalidad, aunque haya sido regularizado. No tanto por una cuestión legal, claro está, que ya sabemos que para un independentista es un dato siempre subjetivo, sino porque choca con los criterios de rectitud e integridad que inspiran los valores republicanos de los que Junqueras, Rufián, Tardà o Rovira tanto alardean en sus entrevistas y artículos. Además, así podrá situarse a la altura, como mínimo moral, de Felipe VI, que hizo lo propio ahora hace un año con la herencia futura de Juan Carlos I.

La política catalana de la última década no se entiende sin el recurso a la psiquiatría y al factor que ha jugado el delirio. Si en Artur Mas hubo un delirio de grandeza que le llevó a bordear actitudes mesiánicas, en personajes menores como Aragonès lo que hay es una fantasía bastante más práctica que le permite sobrellevar dos cosas al mismo tiempo incompatibles entre sí: creerse un gran rebelde y al mismo tiempo disfrutar de todas las ventajas del establishment. Exhibir la mística de la rebeldía, afirmar ser un perseguido u oprimido por el Estado del que obtiene suculentas rentas como cargo público a falta de otro oficio mejor, sin renunciar a los beneficios de una sustancial fortuna familiar hecha en el marco primero de la España franquista y crecida después gracias al denostado régimen del 78. El delirio, ¡qué gran invento!