Con la pandemia comenzó la mala praxis de legislar contra el bolsillo de algunos sectores. El Ministerio de Sanidad y las autonomías decidían qué podía estar abierto y qué no. Bares, restaurantes, cines, teatros, discotecas... perdieron ingresos en función de lo que dictaminaron las diferentes autoridades y, como cada comunidad autónoma legisló a su gusto, cada tribunal superior dictaminó a favor o en contra de las restricciones. Las horas que un bar estuvo abierto en Barcelona en 2020 y 2021 no tienen nada que ver con las que pudo abrirse en Madrid o en Sevilla. El tiempo ha demostrado que la incidencia de estas restricciones en la contención de la pandemia fue más bien escasa pero no así en el impacto en los negocios, algunos cerrados para siempre por no poder soportar las pérdidas derivadas de la falta de actividad.

Ahora vivimos algo similar. Europa trata de presionar al presidente de Rusia para frenar la invasión de Ucrania mediante sanciones, pero en muchos casos las sanciones las ejecutan empresas privadas en contra de sus propios intereses. Dejar de vender o de fabricar en Rusia por parte de multinacionales europeas y norteamericanas puede ser una “obligación moral”, pero la pregunta que debemos hacernos es quién compensa a accionistas y trabajadores del descalabro económico que supone abandonar un mercado grande y en muchas ocasiones muy rentable o, peor aún, cerrar unas fábricas y ponerlas baja la amenaza de expropiación.

La aplicación de sanciones a un país en un conflicto armado trata de movilizar a su población para que ejerzan presión sobre sus dirigentes para que finalicen la guerra. En el caso de Rusia esa presión es muy complicada de ejercer tanto por el control de medios como por lo difícil que lo tiene la disidencia. No poder comprar una hamburguesa, una camiseta o un inodoro occidentales no va a hacer que la gente salga a la calle a protestar. Otra cosa son las sanciones a los intereses de sus dirigentes y su círculo más cercano, sanciones mucho más quirúrgicas que sí pueden tener sentido y se pueden ejecutar sin perjuicio de terceros.

Será interesante ver qué dicen los accionistas de las compañías que van a dejar de ganar, o directamente perder, mucho dinero por salir precipitadamente de Rusia. ¿Quién les va a compensar? ¿Ampara la ley a los directivos que han tomado decisiones correctas en lo moral pero dudosas en cuanto a defender los intereses de sus accionistas y trabajadores? ¿Hay que abandonar un mercado porque la compañía haya sido señalada por el presidente de Ucrania?

El impacto de las sanciones es evidente para las empresas con intereses en Rusia, pero también tiene ecos en nuestro país. Dejar de volar a y desde Rusia hace prácticamente imposible que haya turismo ruso en España, con la consiguiente merma de ingresos concentrada en varias poblaciones destino habitual de este tipo de turistas, la inmensa mayoría ciudadanos normales que poca o nula influencia tienen sobre su presidente. Es verdad que algún oligarca tiene yates y mansiones, y esos sí pueden influir. Pero hay cientos de residencias en la costa de ciudadanos rusos normales que probablemente dejen de pagar impuestos y suministros, que no podrán pagar su mantenimiento y que no generarán riqueza. ¿Tiene eso algún sentido? ¿Qué pasará con los más de 50.000 ciudadanos rusos censados en España?

Los gobiernos tienen que dejar de gobernar con trazo grueso, perjudicando a muchas empresas y personas por no hacer las cosas bien. El problema es que les encanta gobernar de cara a la galería y es muy popular generar titulares contra la guerra en lugar de hacer las cosas bien.