Por vez primera un rey de España realizará una visita de Estado a Cuba. La hará Felipe VI a partir del próximo lunes día 11 de noviembre, acompañado por el ministro de Asuntos Exteriores en funciones, Josep Borrell. Aunque en 1999 el rey Juan Carlos I estuvo en aquel país con el entonces presidente del Gobierno español, José María Aznar; fue con motivo de la celebración en La Habana en la novena Cumbre Iberoamericana. Fue aquella una visita real no oficial, llena además de gran número de tropiezos e incluso de auténticos ridículos diplomáticos. Ahora, 20 años después, se enmienda por fortuna el disparate de entonces, solo entendible desde la complicidad de Aznar con los sectores más extremistas del anticastrismo, encabezados por su gran amigo Jorge Mas Canosa.
La visita de Estado de Felipe VI se inscribe en los actos de conmemoración del 500º aniversario de la fundación de La Habana. Con la afortunada causa de esta celebración se repara un error diplomático grave: Cuba fue el único país de América Latina no visitado por el rey Juan Carlos. No podía servir de excusa el carácter dictatorial del régimen castrista, ya que el rey de España había hecho una visita de Estado, por ejemplo, en el Chile sometido a la dictadura del general Pinochet. La reparación finalmente ha llegado, y debería servir para que España contribuyera a facilitar una transición pacífica, libre y orden hacia la democracia, con todo cuanto ello requiere de profunda reconciliación nacional entre todos los cubanos, tanto los que viven en el exilio económico o político como los que siguen viviendo en la isla.
Visité Cuba por vez primera hace ya 30 años, en agosto de 1989. Lo hice como se hacía entonces, en un viaje turístico en grupo y bajo el control de unos guías de estricta obediencia castrista. He regresado a Cuba este verano, entre julio y agosto, durante todo un mes viajando con absoluta libertad, en coches con chóferes privados que nos han permitido visitar las ciudades de La Habana, Pinar del Río, Viñales, Santiago, Holguín, Camagüey, Trinidad, Cienfuegos, Ciego de Ávila y Santa Clara, así como algunas de esas maravillosas playas caribeñas que uno encuentra por todo el país.
En los 30 años transcurridos entre estas dos visitas a Cuba, el país ha vivido grandes cambios. El castrismo no supo aprovechar la última oportunidad que tuvo para su necesaria reforma cuando el imperio soviético comenzó a desmoronarse. Peor aún: se negó a hacerlo, a pesar de los consejos de Mijail Gorbachov a Fidel Castro. En julio de 1989 se produjo el suceso que truncó cualquier posibilidad de rectificación futura, al menos por parte de la vieja guardia: las ejecuciones de destacados altos mandos militares cubanos, entre ellos el general Arnaldo Ochoa, conocido como “el Perestroiko". Ahora son pocos quienes dudan sobre las razones de índole exclusivamente política y de lucha interna por el poder de aquel juicio, un escándalo mayúsculo con el que el castrismo intentó ocultar su participación en grandes redes de narcotráfico y contrabando internacional.
La Revolución cubana perdió su aureola mítica entre casi toda la intelectualidad de izquierdas americana y europea, como mínimo, a partir de 1971, cuando el poeta Herberto Padilla fue obligado a hacer la autocrítica por su obra Fuera del juego. Intelectuales que hasta entonces habían defendido al castrismo iniciaron su distanciamiento con un régimen convertido en una dictadura comunista más, basada en un férreo control policial, cultural, informativo y social con tentáculos represivos en todo el país, desde unas fuerzas armadas numerosas, que estuvieron muy bien dotadas y contaron con un presupuesto que oficialmente llegó a ser de cerca del 6% del PIB, hasta los tristemente célebres Comités de Defensa de la Revolución (CDR), presentes en todos los edificios de viviendas y centros de trabajo con el objetivo único de controlar y denunciar cualquier posible desviación de la ortodoxia castrista. Por suerte ahora los CDR cubanos han dejado de dar miedo y son muy poco o nada respetados: sus miembros suelen ser despreciados como vulgares chivatos.
En el contexto del gran cambio generacional que ahora casi lo condiciona todo en Cuba, el fracaso económico de la Revolución es innegable y ni tan solo puede ser excusado o justificado por el bloqueo de Estados Unidos, tan persistente como injusto y contraproducente. Sin este bloqueo, reducido por Obama con la decisiva intercesión del papa Francisco a través del ahora ya difunto cardenal-arzobispo de La Habana Jaime Ortega, y recrudecido luego por Trump, existirían más posibilidades para implantar reformas económicas que posibilitasen una transición ordenada y pacífica hacia la ampliación de derechos y libertades para el conjunto de la ciudadanía. El mantenimiento del bloqueo de Estados Unidos es utilizado como excusa por el Gobierno cubano para mantener su propio bloqueo económico y político interno.
“En Cuba no se bota ná”, me dijo un zapatero de Camagüey que me remendó una zapatilla deportiva con restos de otros calzados. Me sonrió cuando le contesté: “En Cuba no se vota ná”. Cierto por partida doble: Cuba vive en el mundo del reciclaje permanente, nada se desecha y se guarda por si algún día puede servir para algo, y en Cuba se sigue sin poder votar absolutamente nada de modo democrático, a pesar incluso de la nueva Constitución, que por ahora solo es un insuficiente primer intento para comenzar a legalizar algunos pequeños ensayos de tímida liberalización económica, cultural y social.
“Resolver” y “arreglar” son los dos verbos más utilizados ahora en Cuba. Ante la endémica y cada vez más grave carestía de productos básicos de toda clase --alimentos, medicamentos, bebidas, ropas, detergentes, jabones, productos de aseo personal...--, los cubanos se esfuerzan cada día en “resolver” sus necesidades más básicas de compra; y si es preciso lo “resuelven con un arreglito”, es decir con un soborno, casi siempre modesto. El mercado negro, el estraperlo, es una práctica generalizada. Reaparece ahí la creciente escisión socioeconómica entre la nueva clase media, cada día más numerosa y potente, formada por los “cuentapropistas” --los trabajadores por cuenta ajena: choferes y taxistas de privados, arrendadores de buenas y confortables habitaciones para turistas o residentes extranjeros, propietarios de “paladares” o restaurantes privados, de bares y todo tipo de locales y establecimientos comerciales, albañiles, lampistas, electricistas, profesores privados, cuidadores de niños y/o de ancianos, trabajadores domésticos...-- y el resto de la población, con un conflicto de clases inesperado e insólito en un país que se proclama aún comunista. Los “cuentapropistas” son actualmente entre el 13 y el 17% del conjunto de la población laboral cubana, mientras el 75% de esta son todos ellos funcionarios o empleados del Estado, con sueldos que oscilan entre los 12 y 15 euros mensuales de mínimo y hasta un máximo de 120 euros al mes --sí, ¡al mes!--. En cuanto algún cubano puede, por sí mismo, con la ayuda de sus familiares o amigos residentes en el extranjero o mediante cualquier tipo de trapicheo, se pasa al sector “cuentapropista” en el que, evidentemente, los ingresos económicos son siempre muy superiores.
Este conflicto de clases se añade al tráfico bajo mano, y por tanto ilegal y delictivo pero de un modo u otro tolerado, de todo tipo de productos sustraídos siempre de empresas públicas: combustible de autocares o autobuses, partidas de queso Gouda, pollo, azúcar, vinagre, Ibuprofeno, Red Bull, Coca-Cola o cualquier otro suministro procedente de las grandes cadenas hoteleras, todas ellas estatales o con participación estatal mayoritaria. Robarle al Estado está ahora muy bien visto en Cuba. La incipiente sociedad de consumo tiene estas cosas, impone sus exigencias e introduce cambios morales importantes en la sociedad. Una sociedad que, muerto ya Fidel --que fue despedido en un interminable recorrido en el que el sus restos fueron paseados en coche por el país en un auténtico homenaje popular-- sabe que el “Comandante en Jefe” está muerto y enterrado en un imponente monumento funerario en Santiago. Y sabe que con Fidel muerto y enterrado --y con su hermano Raúl y la gerontocrática vieja guardia revolucionaria, aunque todavía con mucho poder real, convertidos en una especie en vías de extinción después de más de 60 años de poder dictatorial absoluto-- ya nada es ni volverá a ser lo que fue. Ni para lo bueno ni para lo malo.